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Amor Sin Medida


Por Charles Haddon Spurgeon

“Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su
Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree,
no se pierda, mas tenga vida eterna.”
Juan 3:16.

Me sorprendió grandemente el otro día, al repasar la lista de textos
sobre los que he predicado, descubrir que no hay ningún rastro de que
alguna vez haya predicado acerca de este versículo. Esto es
particularmente llamativo, pues puedo decir con verdad que este
versículo puede encabezar todos los volúmenes de mis sermones, como
el único tema del ministerio de mi vida. El único trabajo de mi vida ha
sido proclamar el amor de Dios para los hombres en Cristo Jesús.
Escuché hace poco un comentario acerca de un anciano ministro, de
quien se decía: “Independientemente de cuál fuera su texto, nunca
dejaba de predicar a Dios como amor, y a Cristo como la expiación por
el pecado.” Yo quisiera que se pudiera decir lo mismo de mí. El deseo de
mi corazón ha sido lanzar al viento como con una trompeta, las buenas
nuevas que “de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo
unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga
vida eterna.”

En breve nos vamos a sentar alrededor de la mesa de la comunión, y
no puedo predicar acerca de este texto nada que no sea un sencillo
sermón evangélico. ¿Pueden desear una mejor preparación para la
comunión? Tenemos comunión con Dios y con nuestros hermanos
sobre la base del infinito amor que es manifestado en Jesucristo
nuestro Señor. El Evangelio es el bello mantel de lino blanco que cubre
la mesa en la que se celebra la Fiesta de la Comunión.

Las verdades más elevadas, esas verdades que pertenecen a una
experiencia de mayor luz, esas verdades más ricas que pregonan la
comunión con la vida más elevada: todas son de mucha ayuda para la
santa comunión; pero estoy seguro que no más que esas verdades
fundamentales y fundacionales que fueron los medios para que
entráramos por primera vez al reino de Dios.

Tanto los bebés en Cristo como los hombres en Cristo se alimentan
aquí con un alimento común. Vamos, ustedes que son santos entrados
en años, sean niños de nuevo; y ustedes que han conocido al Señor por
largo tiempo, tomen su primer abecedario, y repasen el A B C de nuevo,
al aprender que de tal manera amó Dios al mundo, que dio a Su Hijo
para que muriera, para que el hombre pudiera vivir por medio de Él. No
los estoy invitando a una lección elemental porque ustedes han
olvidado las primeras letras, sino más bien porque es una cosa buena
refrescar la memoria, y es una cosa bendita sentirse joven de nuevo. Lo
que de siempre se ha conocido como el abecedario, no contiene más
que letras; y sin embargo todos los libros en nuestro idioma se escriben
utilizando esa fila de letras: por eso yo los invito a ir otra vez a la cruz, a
ir a Él que se desangró en la cruz.

Es bueno que todos nosotros regresemos a veces a nuestro punto de
partida, y nos aseguremos que vamos bien por el camino eterno. Es
más probable que continúe el amor de nuestros esponsales, si una y
otra vez comenzamos allí donde Dios comenzó con nosotros, y donde
nosotros comenzamos con Dios por primera vez. Es bueno que
vengamos a Él otra vez, como venimos en aquel primer día cuando,
desvalidos, necesitados, cargados, estuvimos llorando al pie de la cruz,
y dejamos nuestra carga junto a Sus pies traspasados. Allí aprendimos
a mirar, y a vivir y a amar; y allí queremos repetir la lección hasta que
la podamos ensayar de manera perfecta en la gloria.

Hoy tenemos que hablar acerca del amor de Dios: “de tal manera
amó Dios al mundo.”
Ese amor de Dios es una cosa muy maravillosa,
especialmente cuando lo vemos volcado sobre un mundo perdido,
arruinado, culpable. ¿Qué había en el mundo para que Dios lo amara
de esa manera? No había nada amable en él. Ninguna flor fragante
crecía en ese árido desierto. Enemistad en contra de Él, odio hacia Su
verdad, desprecio hacia Su ley, rebelión en contra de Sus
mandamientos; esas eran las espinas y zarzas que cubrían la tierra
baldía; ninguna cosa deseable florecía allí.

Sin embargo, el texto nos dice que: “Dios amó al mundo.” Lo amó “de
tal manera” que aun el escritor del libro de Juan no podía decirnos
cuánto; pero lo amó de una manera tan grande, tan divina, que dio a
Su Hijo, Su único Hijo, para que redimiera al mundo de perecer, y para
que juntara del mundo a un pueblo para Su alabanza.

¿De dónde vino ese amor? No de nada externo al propio Dios. El
amor de Dios surge de Él mismo. Él ama porque es Su naturaleza el
hacerlo. “Dios es amor.” Tal como le he mencionado, nada sobre la faz
de la tierra pudo haber ameritado Su amor. Más bien había mucho que
ameritaba Su desagrado. Esta corriente de amor fluye de su propia
fuente secreta en la Deidad eterna, y no le debe nada a ninguna lluvia
procedente de la tierra, ni a ningún riachuelo; brota de debajo del trono
eterno, y se abastece de las fuentes del infinito. Dios amó porque Él
quiso amar. Cuando nos preguntamos por qué Dios amó a este hombre
o a ese, tenemos que regresar a la respuesta de nuestro Salvador a esa
pregunta: “Sí, Padre, porque así te agradó.”

Dios tiene tal amor en Su naturaleza que necesita dejarlo fluir hacia
un mundo que está pereciendo a causa de su propio pecado voluntario;
y cuando fluyó era tan profundo, tan ancho, tan fuerte, que ni siquiera
la inspiración podía calcular su medida, y por lo tanto el Espíritu Santo
nos dio esas grandiosas palabras DE TAL MANERA, dejando que
nosotros intentemos medirlo, conforme vamos percibiendo más y más
ese amor divino.

Ahora, hubo una ocasión en la que el grandioso Dios quiso
manifestar Su amor sin medida. El mundo tristemente se había
extraviado, el mundo se había perdido a sí mismo; el mundo fue
juzgado y condenado; el mundo fue entregado a perecer, por causa de
sus ofensas; y tenía una necesidad de ayuda. La caída de Adán y la
destrucción de la humanidad abrieron un amplio espacio así como
suficiente margen para el amor todopoderoso. En medio de las ruinas
de la humanidad había espacio para mostrar cuánto amaba Jehová a
los hijos de los hombres; pues el alcance de Su amor abarcaba al
mundo, el objeto de ese amor era precisamente rescatar a los hombres
para que no descendieran al hoyo, y el resultado de ese amor fue
encontrar un rescate para ellos.

El propósito profundo de ese amor era tanto negativo como positivo;
era que, creyendo en Jesús, los hombres no perecieran, sino que
alcanzaran la vida eterna. La desesperada enfermedad del hombre fue
el motivo de la introducción de ese remedio divino que únicamente Dios
pudo haber planeado y haber suministrado. Por medio del plan de
misericordia, y el grandioso don que se requería para llevar a cabo ese
plan, el Señor encontró el medio para manifestar su amor sin límites
hacia los hombres culpables.

Si no hubiera habido ninguna caída, y ninguna muerte, Dios habría
podido mostrar Su amor hacia nosotros de la manera que lo hace con
los espíritus puros y perfectos que rodean Su trono; pero jamás hubiera
podido mostrar Su amor hacia nosotros de tal manera como lo hace
ahora. En la dádiva de Su unigénito Hijo, Dios muestra Su amor para
con nosotros, en que siendo aún pecadores, en el momento debido
Cristo murió por los impíos.

El negro fondo del pecado hace resaltar mucho más claramente el
fulgor de la línea del amor. Cuando el relámpago escribe con dedos de
fuego el nombre del Señor a lo ancho del oscuro rostro de la tempestad,
nos vemos forzados a verlo; así también cuando el amor inscribe la cruz
sobre las negras tablas de nuestro pecado, aun ojos que no pueden ver
están obligados a ver que “En esto consiste el amor.”

Podría tratar mi texto de mil maneras diferentes el día de hoy. Pero
en favor de la simplicidad, y para apegarme al único punto de
proclamar el amor de Dios, quiero hacerles ver cuán grande es ese
amor por medio de cinco consideraciones.

I. La primera consideración es el DON:

“Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito.” Los hombres que
aman mucho están listos para dar mucho, y usualmente puedes medir la verdad de ese amor a través de sus sacrificios y renuncias. Ese amor que no guarda nada para sí, sino que se agota en ayudar y bendecir a su objeto, es el verdadero amor, y no un amor solamente de nombre. El
poco amor se olvida de traer el agua para lavar los pies, pero el amor grande quiebra el vaso de alabastro y derrama su valioso perfume.

Entonces consideren cuál fue el don que dio Dios. No podría
encontrar la expresión correcta si intentara explicar completamente lo
que es esta bendición que no tiene precio; y no voy a arriesgarme a
fracasar al intentar lo imposible. Únicamente los voy a invitar a pensar
en la sagrada Persona que fue dada por el Padre para demostrar Su
amor para con los hombres. Se trataba de Su unigénito Hijo: Su Hijo
amado, en quien tenía Su complacencia.

Ninguno de nosotros ha tenido un hijo así para darlo.

Nuestros hijos son hijos de los hombres; el de Él era el Hijo de Dios. El Padre dio parte
de Sí mismo, a Él que era Uno con Él. Cuando el grandioso Dios dio a Su Hijo estaba dando a Dios mismo, pues Jesús, en Su naturaleza eterna no es menos que Dios. Cuando Dios dio a Dios por nuestra causa, se estaba dando a Sí mismo. ¿Quién puede medir este amor? Ustedes que son padres, juzguen cuánto aman a sus hijos: ¿podrían entregarlos a la muerte por causa de sus enemigos? Ustedes que tienen un hijo único, juzguen cuán entrelazados están sus corazones a su
primogénito, a su unigénito hijo. No hubo una mayor prueba del amor de Abraham hacia Dios que cuando no vaciló en entregarle a su hijo, a su único hijo, a su Isaac amado; y ciertamente no puede haber una mayor manifestación de amor que la del Eterno Padre, al entregar a Su
unigénito Hijo a la muerte por nosotros.

Ningún ser viviente está dispuesto a perder a su prole; el hombre
sufre un dolor muy agudo cuando pierde un hijo. ¿Acaso Dios no lo
sufre aún más? Hay una historia muy popular relativa al cariño de
unos padres para con sus hijos. La historia relata que hubo hambre en
la tierra, en el Este, y que un padre y una madre se vieron sin
absolutamente nada que comer, y la única posibilidad de preservar la
vida de la familia era vender a uno de los hijos para que fuera un
esclavo. Así que los padres consideraron el asunto. El tormento del
hambre se volvió intolerable, y las súplicas de sus hijos pidiendo pan
tiraban dolorosamente de las cuerdas de sus corazones de tal manera,
que tuvieron que retomar seriamente la idea de vender a uno de ellos,
para salvar la vida de todos los demás. Tenían cuatro hijos. ¿Cuál de
ellos debía ser vendido? Ciertamente no debía ser el mayor: ¿cómo
podrían deshacerse de su primogénito? El segundo era tan
extrañamente parecido a su padre que parecía una réplica de él, y la
madre dijo que ella nunca se separaría de él. El tercero era tan
singularmente como su madre que el padre dijo que preferiría morir
antes que este querido hijo se convirtiera en un esclavo; y en cuanto al
cuarto hijo, él era el Benjamín, su último hijo, su amado hijo, y no
podían separarse de él. Finalmente concluyeron que era mejor que
murieran todos juntos, que separarse voluntariamente de alguno de
sus hijos.

¿No simpatizan ustedes con esos padres? Veo que sí simpatizan. Sin
embargo Dios nos amó de tal manera que, para decirlo con mucha
fuerza, parecería que nos amó más que a Su único Hijo y no lo libró a
Él, para perdonarnos a nosotros. Dios permitió que Su hijo pereciera de
entre todos los hombres “para que todo aquel que en él cree, no se
pierda, mas tenga vida eterna.”

Si deseas ver el amor de Dios en este gran procedimiento, debes
considerar cómo dio Él a Su Hijo. Él no entregó a Su Hijo, como tú lo
podrías hacer, a alguna profesión en la consecución de la cual podrías
gozar de su compañía; sino que mandó a Su Hijo al exilio entre los
hombres. Lo envió a la tierra a aquel pesebre, unido en una perfecta
humanidad, que al principio estaba contenida en la forma de un
infante. ¡Allí dormía, donde se alimentaban unos bueyes de largos
cuernos! El Señor Dios envió al heredero de todas las cosas para que
trabajara en el taller de un carpintero: martillando clavos, usando el
serrucho, empujando el cepillo. Lo envió en medio de escribas y
fariseos, cuyos ojos astutos Lo vigilaban y cuyas lenguas viperinas lo
azotaban con viles calumnias. Lo envió a la tierra para que sufriera
hambre, y sed, en medio de una pobreza tan terrible que no tenía un
lugar donde apoyar Su cabeza. Lo envió a la tierra para que Lo azotaran
y Lo coronaran de espinas, y le dieran de puñetazos y le abofetearan. Al
fin lo entregó a la muerte: la muerte de un criminal, la muerte del
crucificado.

Contemplen esa cruz y vean la angustia de Quien muere en ella, y
observen de qué manera el Padre lo ha entregado, que esconde Su
rostro ante Él, y ¡parecería como que no Lo reconoce! “Lama Sabactani”
nos revela de qué manera tan completa Dios entregó a Su Hijo para
rescatar las almas de los pecadores. Lo entregó para que fuera hecho
maldición por nosotros; lo entregó para que muriera “el justo por los
injustos, para llevarnos a Dios.”

Queridos amigos, yo puedo entender que ustedes se separen de sus
hijos para que vayan a la India en el servicio de Su Majestad, o para
que vayan como misioneros a Camerún o al Congo, en el servicio de
nuestro Señor Jesús. Puedo entender muy bien que los entreguen aun
a pesar del espectro frente a ustedes de un clima que respira peste,
pues si mueren, habrán muerto honorablemente por una gloriosa
causa; pero ¿acaso podrían pensar en una separación que los
conducirá a la muerte de un criminal, sobre un patíbulo, execrados por
aquellas mismas personas a quienes buscaban bendecir, despojados de
las ropas de su cuerpo y abandonados completamente en su mente?
¿No sería todo eso demasiado? ¿Acaso no exclamarían “No puedo
separarme de mi hijo por causa de unos canallas como éstos? ¿Por qué
habría de morir una muerte cruel, por seres tan abominables, que
tienen el descaro de lavarse sus manos en la sangre de su mejor
amigo”?

Recuerden que nuestro Señor Jesucristo murió de una muerte que
sus conciudadanos consideraban como una muerte maldita. Para los
romanos era la muerte de un esclavo condenado, una muerte que
contenía todos los elementos de dolor, deshonra, y escarnio,
entremezclados al límite máximo. “Mas Dios muestra su amor para con
nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros.”
¡Oh, qué maravilloso el alcance de ese amor, que Jesucristo haya tenido
que morir!

Pero todavía no puedo dejar este punto hasta no hacerles ver el
momento en que Dios dio a Su Hijo, pues ese momento revela amor.
“Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo
unigénito.” Pero ¿cuándo hizo eso? En Su propósito eterno Él hizo esto
desde antes de la creación del mundo. Las palabras utilizadas aquí, “ha
dado a su Hijo unigénito,” no pueden referirse exclusivamente a la
muerte de Cristo, pues Cristo no estaba muerto en el momento que se
expresaron las palabras de este tercer capítulo de Juan. Nuestro Señor
acababa de hablar con Nicodemo, y esa conversación tuvo lugar al
principio de Su ministerio.

El hecho es que Jesús fue siempre el don de Dios. La promesa de
Jesús fue hecha en el huerto del Edén, casi tan pronto como Adán
cayó. En el punto donde se llevó a cabo nuestra ruina, un Libertador
fue provisto cuyo calcañar debía ser herido, pero que destrozaría la
cabeza de la serpiente bajo Su pie.

A lo largo de todas las edades el Padre grandioso mantuvo Su don. Él
siempre vio a Su Unigénito como la esperanza del hombre, la herencia
de la simiente elegida, que en Él poseería todas las cosas. En cada
sacrificio Dios renovaba Su don de gracia, reafirmando que Él había
provisto el don, y que nunca retiraría Su promesa. Todo el sistema de
tipos bajo la ley apuntaba a que en el cumplimiento del tiempo el Señor
verdaderamente entregaría a Su Hijo, para que naciendo de una mujer,
cargara con las iniquidades de Su pueblo, y muriera en lugar de ellos.

Yo admiro grandemente la persistencia de este amor; porque muchos
hombres en un momento de generosa excitación pueden llevar a cabo
un acto supremo de benevolencia, y sin embargo no podrían soportar
mirar ese acto con toda calma, y considerarlo un año y otro año; el
fuego lento de la anticipación habría sido intolerable. Si el Señor
quisiera llevarse a aquel niño lejos de su madre, ella soportaría el golpe
con cierta paciencia, aunque sería algo terrible para su corazón
sensible; pero supongan que ella es informada de manera fidedigna que
en el día tal y tal, su niño debe morir, y tener que verlo así, año tras
año, como un muerto, ¿acaso no traería esto un nublado muy oscuro
sobre cada hora de su vida futura? Supongan también que ella sabe
que el hijo va a ser colgado de un madero para que muera, como un
condenado; ¿no amargaría esto su existencia? Si ella pudiera
sustraerse de esta calamidad, ¿no lo haría? Seguramente que lo haría.

Sin embargo el Señor Dios no escatimó a Su propio Hijo, sino que
voluntariamente lo entregó por todos nosotros, entregándolo en Su
corazón a través de las edades. ¡En esto se demuestra el amor: un amor
que muchas aguas no pueden apagar: amor eterno, inconcebible,
infinito!

Entonces, como este don se refiere no sólo a la muerte de nuestro
Señor, sino a todas las edades que la precedieron, de la misma manera
incluye también todas las edades posteriores. Dios “de tal manera amó
al mundo, que ha dado” y todavía da “a su Hijo unigénito, para que
todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna.” El
Señor está entregando a Cristo el día de hoy. ¡Oh, que miles de ustedes
acepten con gozo el don indecible! ¿Alguien lo va a rechazar? Este don
bueno, este don perfecto, ¿ustedes dirán que no lo quieren recibir?

Oh,que ustedes pudieran tener fe para aferrarse a Jesús, pues así Él será
de ustedes. Él es el don gratuito para los que Lo reciben gratuitamente:
un Cristo con toda Su abundancia para llenar a los pecadores vacíos.
Si ustedes pueden simplemente estirar su mano vacía pero decidida,
el Señor les dará a Cristo en este mismo momento. Nada es más
gratuito que un don. Nada es más digno de tenerse que un don que nos
viene directamente de la mano de Dios, tan lleno de poder efectivo como
siempre lo ha sido. La fuente es eterna, pero la corriente que fluye de
ella es tan fresca como cuando la fuente se abre por primera vez. Este
don no puede extinguirse…

“Amado Cordero moribundo, Tu sangre preciosa
Nunca perderá Su poder
Hasta que toda la iglesia de Dios rescatada
Sea salvada para no pecar más.”

Vean, entonces, cuál es el amor de Dios, que dio a Su Hijo desde el
principio, y nunca ha revocado Su don. Él cumple con dar Su don, y
continúa todavía dando a Su querido Hijo a todos aquellos que quieren
aceptarlo. De las riquezas de Su gracia Él ha dado, está dando, y dará
al Señor Jesucristo, y todos los dones inapreciables que en Él están
contenidos, a todos los pecadores necesitados que quieran simplemente
confiar en Él.

Con base en este primer punto los exhorto a admirar el amor de
Dios, debido a la grandiosa trascendencia de Su don para el mundo, el
don de Su unigénito Hijo.

II. En segundo lugar observamos ahora, y pienso que puedo decir que lo hacemos con igual admiración, el amor de Dios en EL PLAN DE SALVACIÓN.

Él lo ha expresado así: “para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna.” El camino de la salvación es extremadamente sencillo de entender, y extremadamente fácil de practicar, tan pronto el corazón es llevado a querer y a obedecer. El método del pacto de gracia dista tanto del método del pacto de obras como la luz dista de las tinieblas.

No se dice que Dios ha dado a Su Hijo a todos aquellos que guardan
Su ley, pues no la podemos guardar, y por lo tanto el don no estaría
disponible para ninguno de nosotros. Ni tampoco se dice que Él ha
dado a Su Hijo a todos aquellos que experimentan una desesperación
terrible y un remordimiento amargo, porque eso no lo sienten muchos
que sin embargo forman el propio pueblo del Señor. Pero el grandioso
Dios ha dado a Su Hijo para que “todo aquel que en él cree” no se
pierda. La fe, sin importar cuán débil sea, salva al alma. La confianza
en Cristo es el camino seguro de la felicidad eterna.

Ahora, ¿qué significa creer en Jesús? Es sencillamente esto: que
ustedes se confíen a Él. Si sus corazones están listos, aunque nunca
antes hayan creído en Jesús, yo espero que ustedes crean en Él ahora.
Oh Espíritu Santo, por Tu gracia concédenos esto—

¿Qué significa creer en Jesús?

Es, en primer lugar, que ustedes den su asentimiento firme y de
corazón a esta verdad: que Dios envió a Su Hijo, nacido de mujer, para
que se pusiera en el lugar de los hombres culpables, y que Dios volcó
en Él las iniquidades de todos nosotros, para que Él recibiera el castigo
merecido por nuestras trasgresiones, habiendo sido hecho maldición
por causa nuestra. Debemos creer de todo corazón la Escritura que
dice: “el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos
nosotros curados.”

Les pido que den su asentimiento a la grandiosa doctrina de la
sustitución, que es la médula del Evangelio. Oh, que el Espíritu Santo
los lleve a dar su asentimiento de todo corazón a esa doctrina de
inmediato; pues siendo tan maravillosa, es un hecho que Dios estaba
reconciliando al mundo Consigo mismo en Cristo, no imputándoles sus
pecados. Oh, deseo que ustedes pudieran sentir el gozo de que esto es
verdad, y pudieran estar agradecidos que un hecho tan bendito es
revelado por el propio Dios. Crean que el sacrificio sustitutivo del Hijo
de Dios es cierto; no presenten objeciones al plan, no cuestionen su
validez, o su eficacia, como muchas personas lo hacen. Ay, ellos
pisotean el grandioso sacrificio de Dios, y lo consideran un triste
invento.

En cuanto a mí, puesto que Dios ha ordenado salvar al hombre por
medio de un sacrificio sustitutivo, gozosamente estoy de acuerdo con
Su método, y no veo ninguna necesidad de hacer algo más, sino
admirar ese plan y adorar a Su Autor. Yo me gozo y me alegro que se
haya pensado en un plan así, por el cual la justicia de Dios es
vindicada, y Su misericordia queda en libertad de hacer todo lo que Él
desea.

El pecado es castigado en la persona de Cristo, y la misericordia
es otorgada al culpable. En Cristo la misericordia es sostenida por la
justicia, y la justicia es satisfecha por un acto de misericordia.

El sabio según el mundo dice cosas duras acerca de este plan de la
sabiduría infinita; pero en cuanto a mí, amo el simple nombre de la
cruz, y lo considero como el centro de la sabiduría, el punto central del
amor, el corazón de la justicia. Este es un punto central de la fe: dar un
asentimiento de corazón al hecho de que Jesús fue entregado para que
sufriera en lugar nuestro, estar de acuerdo con toda nuestra alma con
esta forma de salvación.

El siguiente punto es que tú aceptes esto para ti mismo. En el pecado
de Adán, tú no pecaste personalmente, porque en ese entonces tú no
existías; sin embargo tú caíste; y no puedes quejarte ahora de eso, pues
voluntariamente has endosado y adoptado el pecado de Adán, al
cometer trasgresiones personales. Has puesto tus manos, por decirlo
así, sobre el pecado de Adán, y te has apropiado de él, al cometer
pecados personales y reales. Así, pereciste por el pecado de otro, que tú
adoptaste y endosaste; y de la misma manera debes ser salvado por la
justicia de otro, que debes aceptar y apropiarte de ella. Jesús ha
ofrecido una expiación, y la expiación se convierte en tuya cuando la
aceptas al poner tu confianza en Él. Quiero que ahora digas—

“Mi fe pone ahora su mano
En Tu amada cabeza,
Mientras, como penitente, me levanto,
Y aquí confieso mi pecado.”

Ciertamente este no es un asunto muy difícil. Decir que el Cristo que
colgó en la cruz será mi Cristo, mi garantía, no necesita ningún
esfuerzo intelectual, ni solidez de carácter; y sin embargo es el acto que
trae la salvación del alma.

Una cosa más es necesaria; y es la confianza personal. Primero viene
el estar de acuerdo con la verdad, y luego la aceptación de esa verdad
aplicada a uno mismo, y luego un simple confiarse enteramente a
Cristo, como un sustituto.

La esencia de la fe es la confianza, la dependencia, la seguridad. Arrojen lejos cualquier otra confianza de cualquier tipo, excepto la confianza en Jesús. No permitan ni la menor
sombra de confianza en algo que ustedes puedan hacer, o en cualquier
cosa que ustedes puedan ser; miren únicamente a Él, que Dios ha
establecido como la propiciación por el pecado. Eso estoy haciendo en
este mismo momento; ¿no harán ustedes lo mismo? ¡Oh, que el dulce
Espíritu de Dios los guíe ahora a confiar en Jesús!

Vean, entonces, el amor de Dios al poner esto en términos tan
sencillos y tan fáciles. Oh, tú, pecador, que estás quebrantado,
aplastado y sin esperanza, tú no puedes hacer nada, pero ¿acaso no
puedes creer en eso que es verdad? No puedes suspirar; no puedes
gritar; no puedes derretir tu corazón de piedra; pero ¿no puedes creer
que Jesús murió por ti, y que Él puede cambiar tu corazón y convertirte
en una nueva criatura? Si tú puedes creer esto, entonces confía en que
Jesús lo hará, y eres salvo; pues quien cree en Él es justificado. “para
que todo aquel que en él cree tenga vida eterna.” Es un hombre salvo.
Sus pecados le son perdonados. Puede irse en paz, y no pecar más.
Yo admiro, en primer lugar, el amor de Dios en el grandioso don, y
luego el grandioso plan por medio del cual ese don está disponible para
el hombre culpable.

III. En tercer lugar, el amor de Dios brilla con un brillo trascendente en un tercer tema, es decir, en LAS PERSONAS PARA QUIENES ESTE PLAN ESTÁ DISPONIBLE, y para quienes este don es dado.

Ellos sondescritos con estas palabras: “todo aquel que en él cree.” Hay en eltexto una palabra que no tiene límites: “de tal manera amó Dios al mundo”; pero luego viene el límite descriptivo, que les pido que analicen con cuidado: “que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda.”

Dios no amó al mundo de tal manera que cualquier hombre que no
crea en Cristo sea salvo; ni tampoco Dios ha dado a Su Hijo para que
cualquier hombre que Lo rechace sea salvo. Vean cómo está expresado:
“de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito,
para que todo aquel que en él cree, no se pierda.” Aquí está el límite del
amor: mientras que cada incrédulo está excluido, cada creyente está
incluido. “todo aquel que en él cree.” Supongan que hay un hombre que
ha sido culpable de todos los placeres de la carne hasta un grado
infame, supongan que es tan detestable que solamente se le puede
tratar como a un leproso moral, y debe ser encerrado en un casa aparte
por temor de que contamine a los que lo escuchen o lo vean; pero si ese
hombre cree en Jesucristo, será limpiado de inmediato de su
corrupción, y no perecerá por causa de su pecado.

Y supongan que hay otro hombre que, en la persecución de motivos
egoístas, ha abatido al pobre, a robado a sus clientes, e inclusive ha ido
tan lejos hasta cometer un crimen real del cual la ley ha tomado
reconocimiento, y sin embargo si cree en el Señor Jesucristo será
llevado a restituir, y sus pecados le serán perdonados.
Una vez escuché la historia de un predicador que hablaba a un
grupo de hombres encadenados, condenados a muerte por homicidio y
por otros crímenes. Ellos eran tal manada de bestias según las
apariencias exteriores, que parecía una empresa sin esperanza
predicarles a ellos; sin embargo, si yo fuera el capellán de esa compañía
de hombres degradados, no dudaría en decirles que “de tal manera amó
Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel
que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna.” Oh, hombre, si
crees en Jesús como el Cristo, no importa cuán horribles hayan sido
tus pecados del pasado, serán borrados; serás salvo del poder que
ejercen sobre ti tus hábitos malos; y comenzarás de nuevo como un
recién nacido, con una vida nueva y verdadera, que Dios te dará. “Todo
aquel que en él cree,” eso te incluye a ti, anciano amigo, que estás a
sólo unos pasos vacilantes de la tumba. Oh, pecador de cabellos canos,
si tú crees en Él, no perecerás. El texto también te incluye a ti, mi joven
amigo, que escasamente has entrado en la adolescencia: si crees en Él,
no perecerás. Esto te incluye a ti, hermosa joven, y te da esperanza y
gozo cuando todavía eres joven. Eso nos incluye a todos nosotros,
siempre y cuando creamos en el Señor Jesucristo.

Ni siquiera los diablos en el infierno pueden encontrar razón alguna
para que el hombre que cree en Cristo se pierda, pues está escrito: “y al
que a mí viene, no le echo fuera.” Si acaso comentan: “Señor, le ha
tomado tanto tiempo venir,” el Señor responde: “¿Ha venido? Entonces
no lo voy a echar fuera debido a todas sus demoras.” Pero Señor, el
recayó después de hacer una profesión de fe. “¿Ha venido finalmente?
Entonces no lo voy a echar fuera debido a todas sus recaídas.” Pero,
Señor, él es un blasfemo de boca muy sucia. “¿Ha venido a Mí?
Entonces no lo voy a echar fuera debido a todas sus blasfemias.” Pero,
alguien podrá decir: “Yo no creo en la salvación de este hombre
malvado. Se ha comportado de manera tan abominable que con toda
justicia debe ser enviado al infierno.” Correcto. Pero si él se arrepiente
de su pecado y cree en el Señor Jesucristo, no importa quién sea, no
será enviado al infierno. Su carácter será cambiado, de tal manera que
no perecerá jamás, sino que tendrá vida eterna.

Ahora, observen, que esta expresión “todo aquel” tiene un gran
alcance; pues incluye a todos los diferentes grados de fe. “Todo aquel
que en él cree.” Puede ser que él no esté completamente seguro; puede
ser que él no esté seguro del todo; pero si tiene fe que sea verdadera y
sea como la fe de un niño, por esa fe será salvo. Aunque su fe sea tan
diminuta que yo me tengo que poner mis lentes para verla, sin embargo
Cristo la verá y la recompensará. Su fe puede ser tan sólo como un
granito de mostaza de tal forma que yo la busco y la busco de nuevo
pero la discierno con dificultad. Sin embargo esa fe le trae vida eterna, y
es en sí misma una cosa viva. El Señor puede ver dentro de ese granito
de mostaza, un árbol en cuyas ramas las aves del cielo harán sus
nidos—

“Mi fe es débil, lo confieso,
Apenas confío en Tu Palabra;
Pero, ¿por eso tendrás menos misericordia?
¡Lejos de Ti está eso, Señor!”

Oh, Señor Jesús, si yo no puedo tomarte en mis brazos como lo hizo
Simeón, al menos voy a tocar el borde de tu vestido como la pobre
enferma lo hizo y fluyó de ti la virtud de salvar. Está escrito: “Porque de
tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para
que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna.” Yo
estoy incluido allí. No puedo predicar indefinidamente hoy; pero
quisiera predicar con poder. Oh, que esta verdad remoje las almas de
ustedes. Oh, ustedes que se sienten culpables; y ustedes que se sienten
culpables porque no se sienten culpables; ustedes que tienen un
corazón quebrantado porque su corazón no puede quebrantarse;
ustedes que sienten que no pueden sentir; es a todos ustedes que yo
quiero predicar la salvación en Cristo por la fe. Ustedes gimen porque
no pueden gemir; pero sin importar quiénes sean ustedes, todavía están
dentro del alcance de esta palabra poderosa, que “todo aquel que en él
cree, no se pierda, mas tenga vida eterna.”

Así les he mostrado el amor de Dios en esos tres puntos: el don
divino, el método divino de salvación, y la divina elección de las
personas a quienes viene la salvación.

IV. Ahora, en cuarto lugar, puede verse otro rayo del amor divino en la bendición negativa enunciada aquí, es decir, en LA LIBERACIÓN que está implicada en las palabras, “todo aquel que en él cree, no se pierda.”

Yo entiendo que esa palabra significa que todo aquel que cree en el
Señor Jesucristo no perecerá, aunque esté a punto de perecer. Sus
pecados lo llevarán a perecer, pero no perecerá jamás. Al principio él
tiene una pequeña esperanza en Cristo, pero su existencia es débil.
Pronto morirá, ¿no es cierto? No, su fe no perecerá, pues esta promesa
cubre eso: “todo aquel que en él cree, no se pierda.”

El penitente ha creído en Jesús, y por tanto ha comenzado a ser un
cristiano. “Oh,” exclama un enemigo, “no se preocupen: pronto vendrá a
nosotros otra vez; pronto volverá a ser tan descuidado como siempre.”
Escuchen: “Todo aquel que en él cree, no se pierda,” y por lo tanto él no
va a regresar a su estado anterior. Esto demuestra la perseverancia
final de los santos; pues si el creyente dejara de ser creyente, perecería;
y como no puede perecer, es claro que él continuará siendo un
creyente. Si tú crees en Jesús, nunca dejarás de creer en Él, pues eso
sería perecer. Si tú crees en Él, nunca te deleitarás en tus viejos
pecados; pues eso sería perecer. Si tú crees en Él, nunca vas a perder
la vida espiritual. ¿Cómo puedes perder eso que es eterno? Si fueras a
perderla, eso demostraría que no era eterna, y tú perecerías; y así esta
palabra en ti no tendría efecto.

Quienquiera crea con su corazón en Cristo, es un hombre salvo, no
solamente por el día de hoy, sino por todos los días que viva, y en el
terrible día de la muerte, y durante toda esa solemne eternidad que se
acerca. “Todo aquel que en él cree, no se pierda.” Tendrá una vida que
no puede morir, una justificación que no puede ser discutida, una
aceptación que no cesará nunca.

¿Qué es perecer? Es perder toda esperanza en Cristo, toda confianza
en Dios, toda luz en la vida, toda paz en la muerte, todo gozo, toda
bendición, toda unión con Dios. Esto nunca te pasará a ti, si tú crees
en Cristo. Si tú crees, serás disciplinado cuando haces el mal, pues
todo hijo de Dios está sujeto a disciplina; y ¿a qué hijo el Padre no
disciplina? Si tú crees, puede ser que dudes y tengas temor acerca de
tu estado, de la misma manera que un hombre a bordo de un barco
puede ser sacudido de un lado al otro; pero tú te has subido a un barco
que nunca se hundirá.

Quien tiene unión con Cristo tiene unión con la perfección, con la
omnipotencia y con la gloria. El creyente es un miembro de Cristo:
¿acaso Cristo perderá alguno de Sus miembros? ¿Cómo podría ser
perfecto Cristo si perdiera su dedo meñique? ¿Pueden los miembros de
Cristo echarse a perder o desprenderse? Imposible. Si tú tienes fe en
Cristo entonces eres partícipe de la vida de Cristo, y tú no puedes
perecer.

Si algunas personas estuvieran tratando de ahogarme, no podrían
ahogarme hundiendo mi pie en el agua, estando mi cabeza por sobre el
nivel del agua; y en tanto que nuestra Cabeza esté por sobre el nivel del
agua, allá arriba en la luz del sol eterno, el más pequeño miembro de
Su cuerpo no puede ser destruido jamás. Quien cree en Jesús está
unido a Él, y debe vivir porque Jesús vive.

Oh, qué palabra es ésta: “Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y
me siguen, y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las
arrebatará de mi mano. Mi Padre que me las dio, es mayor que todos, y
nadie las puede arrebatar de la mano de mi Padre.” Yo siento que tengo
un Evangelio glorioso que predicar a ustedes cuando leo que todo el que
cree en Jesús no perecerá. Yo no daría ni un centavo por ese disparate,
la salvación temporal que algunos proclaman, que hace flotar al alma
durante un tiempo pero que luego la hunde en la apostasía.

Yo no creo que el hombre que una vez está en Cristo pueda vivir en
pecado y deleitarse en él, y aún así ser salvo. Esa es una enseñanza
abominable, que no comparto en lo absoluto. Pero yo creo que el
hombre que está en Cristo no vivirá en pecado, pues ha sido salvado del
pecado; ni tampoco regresará a sus antiguos pecados para vivir en
ellos, pues la gracia de Dios continuará salvándolo de sus pecados. Un
cambio de tal magnitud es obrado por la regeneración, que el hombre
regenerado no puede vivir en el pecado, sino que ama la santidad y
progresa en ella. El etíope puede cambiar su piel, y el leopardo sus
manchas, pero sólo la gracia divina puede obrar el cambio; y cuando la
gracia divina ha hecho un cambio el hombre de piel negra será blanco,
y las manchas del leopardo nunca regresarán. Sería un milagro tan
grandioso deshacer la obra de Dios como hacerla; y destruir la nueva
creación necesitaría de tanto poder como hacerla. Como sólo Dios
puede crear, así sólo Dios puede destruir; y Él nunca destruirá la obra
de Sus propias manos. ¿Acaso Dios podría comenzar a construir y no
terminar? ¿Comenzaría Él una guerra para terminarla antes de
alcanzar la victoria? ¿Qué diría el diablo si Cristo comenzara a salvar
un alma y fallara en Su intento? Si hubiera almas en el infierno que
fueron creyentes en Cristo, y aún así, perecieron, eso arrojaría una
mancha sobre la diadema de nuestro exaltado Señor. No puede ser, no
será así. De tal manera es el amor de Dios, que todo aquel que crea en
Su amado Hijo no perecerá: con esta certeza nos gozamos en gran
manera.

V. La última muestra de Su amor es presentada de manera positiva:
EN LA POSESIÓN.

En cierta medida tendré que regresar al mismo terreno otra vez. Por tanto, seré breve. Dios da a todos aquellos que creen en Cristo, la vida eterna. En el instante en que tú crees, tiembla en tu pecho una chispa vital del fuego celestial, que nunca se apagará.

En ese mismo momento en que tú te arrojas sobre Cristo, Cristo viene a
ti en la Palabra viva e incorruptible que vive y permanece para siempre.

Aunque sólo caiga en tu corazón una sola gota del agua celestial de
vida, recuerda esto: son palabras pronunciadas por Quien no puede
mentir: “El agua que yo le daré será en él una fuente de agua que salte
para vida eterna.”

Cuando yo recibí por primera vez la vida eterna, no tenía la menor
idea del tesoro que había recibido. Yo sabía que había obtenido algo
muy extraordinario, pero yo no estaba consciente de su valor
superlativo. Solamente miré a Cristo en aquella pequeña capilla, y
recibí la vida eterna. Miré a Jesús y Él me miró; y fuimos uno para
siempre. En ese momento mi gozo sobrepasó todas las fronteras, de la
misma manera que mi pena anterior me había conducido a un extremo
dolor. Había encontrado el perfecto descanso en Cristo, estaba
satisfecho con Él, y mi corazón estaba lleno de gozo; pero yo no sabía
que esta gracia era la vida eterna hasta que comencé a leer en las
Escrituras, y a conocer más plenamente el valor de la joya que Dios me
había dado.

El domingo siguiente regresé a la misma capilla, como era
natural que lo hiciera. Pero después de ese otro domingo nunca regresé,
por esta razón, que durante mi primera semana la nueva vida que
había en mí había sido forzada a pelear por su existencia, y un conflicto
con la vieja naturaleza había tenido lugar. Esto era, yo lo sabía, una
señal especial de la gracia que habitaba ahora en mi alma; pero en esa
misma capilla escuché un sermón que se basaba en “¡Miserable de mí!
¿quién me librará de este cuerpo de muerte?” Y el predicador declaró
que Pablo no era un cristiano cuando tuvo esa experiencia.

Siendo un bebé como lo era, yo sabía que esa era una afirmación totalmente absurda. ¿Qué otra cosa sino la gracia divina pudo producir esos suspiros y esas súplicas pidiendo la liberación del pecado que habita en nosotros? Sentí que la persona que podía predicar tales tonterías
conocía muy poco acerca de la vida del verdadero creyente. Yo me dije a
mí mismo, “¡Cómo! ¿acaso no estoy vivo por causa del conflicto que
siento dentro mí? Nunca experimenté esta lucha cuando yo era un
incrédulo. Cuando no era cristiano nunca gemí para ser liberado del
pecado.

Este conflicto es una de las evidencias más seguras de mi nuevo
nacimiento, y sin embargo este hombre no puede verlo así; podrá ser
un buen exhortador para los pecadores, pero no tiene alimento para los
creyentes.” Resolví no regresar allí para buscar alimento, pues no había
ninguno en ese lugar. Yo encuentro que la lucha se vuelve cada vez más
intensa; cada victoria sobre el pecado revela otro ejército de tendencias
al mal, y nunca puedo enfundar mi espada, ni dejar de orar ni de
vigilar.

No puedo avanzar ni un centímetro en mi camino sin orar por ese
avance, ni mantener el centímetro ganado sin estar vigilante y
mantenerme firme. Únicamente la gracia puede preservarme y
perfeccionarme. La vieja naturaleza mataría a la nueva naturaleza si
pudiera; y hasta este momento la única razón por qué mi nueva
naturaleza no está muerta es ésta: por que no puede morir. Si pudiera
haber muerto, habría sido asesinada desde hace mucho tiempo; pero
Jesús dijo: “Yo les doy vida eterna”; “El que cree en mí, tiene vida
eterna” y por lo tanto el creyente no puede morir. La única religión que
va a salvarte es una que tú no puedes abandonar, porque te ha
poseído, y no te abandonará. Si tú sostienes una doctrina a la que
puedes renunciar, renuncia a ella; pero si tus doctrinas están grabadas
con fuego en ti mientras vivas, debes sostenerlas, de tal manera que si
fueras quemado, cada ceniza tuya llevaría esa misma verdad, porque
estás impregnado de esa verdad. Entonces has encontrado la doctrina
correcta.

No eres un hombre salvo a menos que Cristo te haya salvado para
siempre. Pero eso que te tiene agarrado de tal manera que su apretón
es sentido en el centro de tu ser es el poder de Dios. Tener a Cristo
viviendo en ti, y a la verdad incrustada en tu misma naturaleza, oh,
señores, esta es la cosa que salva el alma, nada más y nada menos.
Está escrito en el texto: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que
ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se
pierda, mas tenga vida eterna.”

¿Qué es esta vida sino una vida que durará a lo largo de setenta
años; una vida que durará si vives más de cien años; una vida que
todavía florecerá cuando descanses en la boca de la tumba; una vida
que permanecerá cuando hayas abandonado tu cuerpo, y lo hayas
dejado pudriéndose en la tumba, una vida que continuará cuando tu
cuerpo sea levantado de nuevo, y estés ante el trono del juicio de Cristo;
una vida que brillará más que esas estrellas y que aquel sol y la luna;
una vida que será de la misma duración que la vida del Padre Eterno?
Mientras haya un Dios, el creyente no solamente existirá, sino que
vivirá. Mientras haya un cielo, tú lo gozarás; mientras haya un Cristo,
vivirás en Su amor; mientras haya una eternidad, tú continuarás
llenándola con deleite. Dios los bendiga y los ayude a creer en Jesús.

Amén.

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