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ATENCIÓN, ATENCIÓN, MENSAJE A LA CONGREGACION DE LOS SANTOS, EL QUE TENGA OIDOS, QUE OIGA!!! – LA IGLESIA SEGÚN LA PALABRA

LAS IGLESIAS Y LA IGLESIA
Si se me preguntase: «¿No había iglesias en las Escrituras?» Yo contesto que sí las había; pero, ¿qué son las iglesias? El efecto de esta pregunta es poner de manifiesto el estado de nuestros pensamientos. La mayoría de los cristianos pensaría de inmediato en lo que se llama iglesias en el mundo religioso, y generalmente en la cristiandad. Pensarían en la Iglesia presbiteriana, en la congregacionalista o en la bautista; o sino en la Iglesia católica u otras. Una persona que habitualmente vive en los pensamientos de las Escrituras, pensaría en Corinto o en cualquier otra de las iglesias que se encuentran mencionadas en las Escrituras. Pues, ¿difieren los hechos existentes en la cristiandad, así como los pensamientos populares que en ella tienen lugar, de los hechos hallados en las Escrituras y los pensamientos formados por ellas? Examinemos estas cosas, no con corazones altivos, y si hallamos que el estado de cosas actual se ha apartado totalmente del estado bíblico, tanto en principio como en la práctica —si hallamos que en lugar del poder del Espíritu Santo y de la unidad, todo se halla en ruinas, todo se muestra como una bella apariencia según la carne— nos conviene enlutarnos de corazón y clamar al Señor, y él así vendrá a socorrernos en nuestras necesidades.
¿Qué eran las iglesias en los tiempos bíblicos? La palabra «iglesia» significa sencillamente asamblea, o, según el uso local de la lengua griega, una asamblea de personas privilegiadas, de ciudadanos. Toda la multitud de los creyentes reunidos en uno por el Espíritu Santo, formaba la Asamblea o la Iglesia, aunque ésta era, por supuesto, la Asamblea de Dios. Claro que los que estaban en Roma o en Corinto no podían reunirse en Jerusalén; de manera que había asambleas en distintos lugares, formando cada una, en su localidad, la Asamblea de Dios en ese lugar.
Pero antes de hablar de asambleas locales nos convendría examinar brevemente la manera en que las Escrituras consideran a la Asamblea en su conjunto. En primer lugar, ella es vista como la morada de Dios; en segundo lugar, como el cuerpo de Cristo.
En un sentido, la Iglesia no está todavía formada, ni completada. Todos los que serán unidos a Cristo en gloria forman parte de ella. “Edificaré mi iglesia”, dice Jesús, “y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella” (Mateo 16:18). Esto se cumplirá indefectiblemente, y Pedro hace una evidente alusión a ello, cuando dice: “Acercándoos a él, piedra viva … vosotros también, como piedras vivas sed (lit.: “sois”) edificados como casa espiritual…” (1 Pedro 2:4-5). Y también se dice en Efesios 2:21: “En quien todo el edificio, bien coordinado, va creciendo para ser un templo santo en el Señor.” Esto aún no ha culminado, sino que es un proceso que continúa; y aunque al principio la Iglesia era un cuerpo público y manifiesto, “el Señor añadía cada día a la iglesia los que habían de ser salvos” (Hechos 2:47), esta Asamblea ha venido a ser lo que se llama actualmente «la iglesia invisible». Ella es invisible; pero, si hubiese de ser la luz del mundo, es difícil apreciar el valor de una luz invisible. Si se admite que por siglos ha caído en la corrupción y la iniquidad, una verdadera Babilonia en carácter, es evidente que ella no ha sido la luz del mundo. Los santos perseguidos —pues Dios ciertamente ha tenido siempre un pueblo— dieron testimonio; pero el cuerpo públicamente reconocido, no ha sido más que tinieblas, y no luz en el mundo.
Pero la Asamblea de Dios se presenta también de otra manera; y también en este aspecto ella es siempre la casa, habitación de Dios, pero como tal es establecida por la instrumentalidad del hombre y bajo su responsabilidad. “Yo como perito arquitecto”, dice Pablo, “puse el fundamento … pero cada uno mire como sobreedifica” (1 Corintios 3). Allí se encuentra la instrumentalidad humana y, también, la responsabilidad del hombre. Formado sobre la tierra, había un vasto cuerpo que era la casa de Dios o su templo, y el Espíritu Santo, que había descendido en el día de Pentecostés, moraba en ella (1 Corintios 3); y otra vez: “Vosotros también sois juntamente edificados para morada de Dios en el Espíritu” (Efesios 2:22). Figura distinta de la del cuerpo, en el cual no puede haber madera, heno ni hojarasca, cosas todas que habrán de ser quemadas.
Esta verdad de que acabamos de hablar, es infinitamente interesante y preciosa; me refiero a esta morada de Dios en la tierra, en Su casa, preparada para Él, de acuerdo con Su voluntad. Dios nunca habitó con Adán inocente, aunque lo visitó. Tampoco moró con Abraham, aunque también lo visitó y lo bendijo de una manera muy particular; pero tan pronto como Israel fue redimido de Egipto, Dios vino y habitó entre ellos. La morada de Dios con los hombres es el fruto de la redención (véase Éxodo 29:46).
La verdadera redención ha sido cumplida, y Dios ha formado una habitación para sí donde mora por el Espíritu. Lo mismo es cierto respeto del individuo (1 Corintios 6); pero yo hablo ahora de la Asamblea, de la casa del Dios viviente. Ella se encuentra ahora sobre la tierra, constituyendo la habitación de Dios por el Espíritu. Él habita y marcha en medio de nosotros. Somos el edificio de Dios. El hombre puede haber introducido en el edificio madera, heno y hojarasca; pero Dios todavía no ha ejecutado el juicio para quitar de su vista la casa; sin embargo, el juicio comenzará justamente por ella (1 Pedro 4:17).
La Asamblea es también el cuerpo de Cristo (Efesios 1:23). Por un Espíritu somos bautizados en un solo cuerpo (1 Corintios 12:13). Aun cuando el cuerpo halle su consumación final en el cielo, él, no obstante, ha sido establecido sobre la tierra; porque el bautismo del Espíritu Santo tuvo lugar cuando él descendió el día de Pentecostés (Hechos 1:5; 1 Corintios 12:13). Que este cuerpo está en la tierra es aún más claro; puesto que, en el mismo capítulo, vemos que Él ha puesto en la Iglesia, primeramente apóstoles, segundo profetas, en tercer lugar maestros, seguido de milagros y dones de sanidad… y está claro que todo esto ocurre evidentemente en la tierra. Notemos también, que estos dones están puestos aquí abajo en la Iglesia entera, cualquiera sea el miembro de que se trate, pues todos son miembros de un solo y mismo cuerpo. Tal es la Iglesia o Asamblea descrita en la Escritura.
¿Qué eran, pues, las iglesias o asambleas? Eran iglesias locales. El apóstol pudo escribir: “A la iglesia de Dios que está en Corinto.” Ella representaba la unidad entera del cuerpo en ese lugar. “Vosotros, pues, sois el cuerpo de Cristo, y miembros cada uno en particular” (1 Corintios 12:27). No podía haber en un mismo lugar dos cuerpos de Cristo que lo representasen. En Galacia, que era una provincia extensa, leemos de “las iglesias de Galacia”. En Tesalónica, una ciudad de Macedonia, tenemos “la asamblea de los tesalonicenses”. Lo mismo ocurre en las siete iglesias del Apocalipsis: Juan escribe a la Asamblea. Así pues, en todas partes, en el lugar que fuese, estaba la Asamblea de Dios, y uno podía dirigirse directamente a ella en ese carácter. En Hechos 20, Pablo cita a los ancianos de la Asamblea. Había varios, puestos por el Espíritu Santo como obispos o supervisores del rebaño de Dios. Tito fue dejado en Creta para establecer ancianos en cada ciudad (Tito 1:5). Se habla de “la iglesia que está en Jerusalén” (Hechos 11:22), aunque era muy numerosa. En Hechos 13, vemos la asamblea “que estaba en Antioquía”. Pablo (Hechos 14:21-23) vuelve a Listra, Derbe e Iconio y les elige ancianos en cada asamblea. Toda la Escritura demuestra claramente que había una sola asamblea en un lugar, y que ella era la Asamblea de Dios.
No tenían edificios llamados iglesias; el Altísimo no habita en templos hechos por manos humanas; ellos se reunían en las casas cuando podían; pero todos formaban una asamblea, la Asamblea de Dios en aquel lugar, y los ancianos eran ancianos con relación al conjunto como un solo cuerpo.
La asamblea local representaba toda la Asamblea de Dios, tal como lo demuestra claramente la primera epístola a los Corintios. La posición que ocupaban los cristianos que la componían era la de miembros de Cristo, de todo el cuerpo de Cristo. Según las Escrituras, el creyente no es miembro de ninguna otra entidad excepto del cuerpo de Cristo; uno es un ojo, una mano, etc. El ministerio estaba en relación directa con este último pensamiento. Cuando Cristo subió a lo alto, dio dones a los hombres, de apóstoles, de profetas (éstos constituían los dones fundamentales: Efesios 2:20); luego venían los dones de evangelistas, pastores y maestros, que eran colocados en la Iglesia, en la Asamblea entera (1 Corintios 12).
Si un hombre era maestro en Éfeso, lo era también en Corinto. Aun en cuanto a los dones milagrosos, un hombre hablaba en lenguas dondequiera que se encontraba. El don no pertenecía a ninguna asamblea particular, sino que ese miembro, o ese don, era dado para “todo el cuerpo” (Efesios 4:16) sobre la tierra, por medio del Espíritu Santo (1 Corintios 12), y en virtud del cual un hombre era hecho siervo de Cristo. En 1 Corintios 12 vemos al Espíritu Santo en la tierra distribuyendo los dones, tal como existían entonces. En Efesios 4, ellos son dados por Cristo desde lo alto, y solamente se mencionan aquellos dones que servían para el perfeccionamiento de los santos, para la edificación del cuerpo de Cristo, hasta que todos crezcamos a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo. Éstos eran los talentos con los cuales el hombre dotado estaba comprometido a negociar, si conocía al maestro, y porque él había recibido esos talentos: “Cada uno según el don que ha recibido, minístrelo a los otros, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios” (1 Pedro 4:10). Debían usar su don de profecía o de exhortación conforme a las reglas establecidas en las Escrituras en cuanto a la manera de ejercerlos. Las mujeres debían callar en las asambleas (1 Corintios 14:34-35).
Pero mi objeto principal ahora es demostrar que, al pertenecer a toda la Asamblea de Dios, en todo lugar, los que poseían estos dones, debían ejercerlos. Los ancianos eran cargos locales, y no dones, aunque su aptitud para enseñar era una cualidad deseable. Sin embargo, no todos la tenían (véase 1 Timoteo 5:17). Los ancianos eran los ancianos de la asamblea de Dios en tal o cual ciudad. Los dones, al pertenecer al cuerpo entero, debían ejercerse dondequiera que se hallase el miembro dotado, y según las reglas dadas en las Escrituras.
La conclusión del examen que hemos hecho de la Escritura es que en cada ciudad donde había cristianos, había una sola asamblea de Dios; que los cristianos eran miembros del cuerpo de Cristo, que la Escritura no reconocía que uno fuese miembro de otra cosa; y los dones, miembros y siervos de Cristo, por la operación del Espíritu Santo, se ejercían, según las directivas dadas en la Escritura, en toda la Iglesia, que era una sola Asamblea de Dios, en todo el mundo. El anciano fue un cargo local, para el cual la persona era elegida y establecida por el apóstol o por su delegado. Los ancianos ejercían su oficio en la única asamblea de Dios, la que se hallaba en el lugar donde el Espíritu Santo los había puesto por obispos o supervisores (Hechos 14:23; Tito 1:5; Hechos 20:17, 28). El anciano no fue, pues, un don, aunque poseer un don era algo deseable a fin de que fuese más eficaz el servicio; pero los principales requisitos eran cualidades morales que los hacía aptos para el cuidado del rebaño.
No queda vestigio de esto en lo que los hombres llaman actualmente iglesias. Gracias a Dios, el hombre no puede impedir que el Señor lleve adelante Su obra, ni que levante a algunos de manera soberana para ministrar a los Suyos; pero los hombres han organizado iglesias, cada uno según su antojo; y se han olvidado de la Iglesia de Dios y de la Palabra de Dios, quedando en algunos solamente el reconocimiento de una iglesia invisible que la fidelidad del Señor mantendrá. Pero esa «iglesia invisible» ellos la dejan a Su cuidado, y cada cual dispone la Iglesia visible como mejor le parece.
Desde el momento en que la Iglesia, como cuerpo públicamente manifestado en el mundo, se halló sumida en el papismo (o en la corrupción griega, con la cual tenemos menos que ver en Occidente), todo estaba en ruinas, tal como el apóstol lo había predicho. Después de la Reforma, los gobiernos civiles establecieron iglesias nacionales. Nadie pensaba en la Iglesia de Dios, y, por mucho tiempo, no se toleraba otra cosa. Luego, la libertad religiosa comenzó a volverse más común; sin embargo, la idea de lo que es la Iglesia de Dios estaba ausente, solamente se pensaba en iglesias organizadas, unidas conforme a un sistema de ideas humanas, o bien independientes las unas de las otras, pero dispuestas y organizadas por el hombre. La noción de la Unidad del cuerpo, el hecho de que los creyentes eran miembros de Cristo y no miembros de otra comunidad, la verdad de que el Espíritu Santo estaba en la tierra, de que los dones eran dados por Cristo y que llevaban consigo la responsabilidad de su ejercicio, todo esto fue enteramente olvidado y dejado de lado. No quedaba nada de toda la verdad original según las Escrituras en cuanto a la Iglesia y a la presencia del Espíritu Santo.
El cuerpo Episcopal entretanto se distinguía en el hecho de que pretendía tener el título original por sucesión, y constituían a las personas en miembros de Cristo por medio del bautismo de agua, un sueño del que no hay vestigio en las Escrituras. Por un Espíritu somos bautizados en un cuerpo (1 Corintios 12:13). El bautismo de agua es hacia la muerte de Cristo (Romanos 6:3). Pero, dejando de lado las pretensiones y los errores episcopales, hallamos que el sistema actual es el de asambleas formadas por los hombres según algún principio que han adoptado, con un hombre elegido por ellos y puesto a su cabeza. Uno viene a ser miembro de esta iglesia o asamblea así formada, y se vota en ella bajo ese carácter. Pueden o no ser miembros de Cristo: esto no es lo que las caracteriza. Lo que les da su derecho es que son miembros de esa asamblea particular. En casi todas las iglesias, el voto no crea divisiones, pues es la mayoría la que decide. El Espíritu Santo no es tenido en cuenta. Toda la acción, desde el comienzo hasta el fin, proviene del hombre.
Los presbiterianos posiblemente tengan varios tribunales eclesiásticos y un elemento aristocrático en su organización. Los congregacionalistas llegan a sus decisiones por el voto de los miembros de las asambleas en cada cuerpo por separado. Pero todo esto es un arreglo humano, formado y conducido por el hombre. Un hombre es miembro de un cuerpo que el hombre ha organizado, y él obra en consecuencia. El estado actual de cosas, es una iglesia o una asamblea de la cual son miembros cierto número de personas, que tiene a su cabeza a otra persona que ha sido educada para el ministerio. Es el rebaño o la iglesia del Sr. Fulano de Tal: se le paga cierto monto por año; puede que sea o no convertido, pero ha sido ordenado; puede que sea un evangelista y estar colocado en el lugar de un pastor; o puede ser un pastor y verse obligado a predicar al mundo. Sin embargo, si no lo hace con éxito, es posible que sea despedido, por lo general directamente, pero a veces indirectamente. Toda la constitución de la Iglesia de Dios, su constitución divina, es ignorada, y es sustituida por la constitución del hombre. Se ignora el orden del Espíritu Santo y su poder, o ni siquiera se cree en él.
En la Escritura no se conoce el ser miembro de una iglesia, ni el pastor de un rebaño que sea suyo en particular, ni ninguna asamblea voluntaria formada según sus propios principios particulares. No hay indicio de semejante orden en la Palabra, excepto en las divisiones que comenzaron a generarse entre los corintios, y que el apóstol califica de carnales. Había algo que era la Iglesia o Asamblea de Dios; no había las iglesias de los hombres. Si Pablo dirigiera hoy día una epístola a la Asamblea de Dios en tal lugar, nadie la podría recibir, pues tal cuerpo no existe. Las iglesias han suplantado a la Iglesia de Dios. La operación del Espíritu de Dios ha sido puesta de lado. El Espíritu daba a los evangelistas, siervos de Cristo para el mundo; daba a los pastores y maestros (no a aquellos que un rebaño ha elegido, o que sean su rebaño) para ejercer sus dones adonde Dios los hubiere de conducir. Ellos enseñaban en Éfeso en la Asamblea de Dios, si se hallaban allí; en Corinto cuando estuviesen allí. Adondequiera que Dios los enviaba, ellos obraban según el don que les había sido dado desde lo alto; negociaban con su talento porque su Maestro se lo había encomendado: cada uno según el don que había recibido, lo ministraba a los otros, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios; los que exhortaban, se ocupaban en la exhortación; los maestros, en la enseñanza, y eso tenía lugar en la Asamblea de Dios en su conjunto.
El hombre ha hecho organizaciones, pero, en cuanto a sus arreglos, ha puesto completamente de lado el orden y las disposiciones de Dios en cuanto a la Asamblea. De modo que, para tener iglesias, se ha dejado de lado la Iglesia, la Asamblea de Dios. De esta manera, los hombres han reemplazado, por los ministros de su propia elección, al Espíritu que reparte sus dones a los distintos miembros; y también han hecho caso omiso de la Palabra en la que está revelado el orden de Dios. La Iglesia, el Espíritu y la Palabra, son todos puestos de lado por aquello que se llama orden, es decir, la disposición y la organización de los hombres.
Se nos dice que «así debe ser». Es decir, no hay fe para confiar en el Señor a fin de que gobierne y bendiga Su propia casa según el orden que Él ha establecido; y, sin embargo, la verdadera bendición solamente puede provenir de Su operación por el Espíritu que ha enviado del cielo. Y ¿cuál es el resultado de todo esto? Sería una falta de afabilidad de mi parte (ni tengo la mínima intención de hacerlo) exponer aquí las tristes consecuencias que frecuentemente resultan de ello. Ellas son bien conocidas, aun por el mundo.
Mi objetivo es demostrar que el sistema es contrario a las Escrituras, y que niega al Espíritu Santo y a la verdadera Iglesia de Dios. Pero es evidente que una persona elegida y pagada por una asamblea, donde por lo general la mitad al menos no son convertidos, y que tiene por objeto principal el aumento del número, de la influencia, y contar con gente rica; es evidente que esta persona —el ministro— tiene que necesariamente procurar agradar a aquellos a quienes sirve, y acomodarse a su auditorio. Ahora bien, dice el apóstol: “Si todavía agradara a los hombres, no sería siervo de Cristo” (Gálatas 1:10).
En cuanto al resultado práctico, apelo a toda persona piadosa y honesta, experimentada en cuanto al estado actual de cosas, a que dé su testimonio. Por todos lados, oigo sus gemidos. Pero ellos no son sino el efecto natural e ineludible del sistema. Ese «ministerio» no es más el ejercicio de un don dado por el Señor, sino la educación y la ordenación de una persona para una profesión, de manera que, muchas de ellas, no son ni siquiera convertidas. La verdadera Iglesia de Dios, establecida en la tierra (1 Corintios 12), es desconocida, como también las verdaderas iglesias, que son las asambleas de Dios en cada lugar. Como contrapartida, los hombres constituyen iglesias, según su propio criterio de lo que está bien, y ellos son miembros de sus iglesias, en lugar de ser considerados como miembros del cuerpo de Cristo. El miembro inconverso de una iglesia tiene todos los derechos e igual poder que un hombre convertido, miembro de Cristo.
La influencia de las riquezas supera a la del Espíritu Santo; una mayoría decide los casos y no la dirección del Espíritu. Si una mayoría hubiese decidido en Corinto, ¿cuál habría sido el resultado? En todo el sistema, el hombre, la voluntad del hombre, y la organización humana, han tomado el lugar del Espíritu y de la Palabra de Dios, y de lo que Dios mismo había organizado, según las declaraciones de esta Palabra.
Se me objeta: «¿No había iglesias en aquel entonces?» A lo que contesto: Ciertamente, y esto es precisamente lo que demuestra el carácter antiescriturario de lo que existe.
¿Puede alguno mostrarme en la Escritura algo similar a un cuerpo separado y distinto, del cual se es miembro, tal como se llama hoy día una iglesia? Mas, como he dicho, si Pablo escribiera una epístola: “A la iglesia de Dios que está en…”, ¿quién la recibiría? Toda esa condición es antiescrituraria, y pone de lado lo que la Escritura presenta, para formar algo distinto.
No me ocuparé de tantos más asuntos colaterales, tales como el estado de ruina de la Iglesia en su conjunto, la venida del Señor, etc. deseando limitarme a esta pregunta: el actual estado de cosas, ¿es según las Escrituras o contrario a ellas? Sé que es poco probable que los hombres que han bebido del vino añejo deseen en seguida el nuevo; mas bienaventurado aquel que sigue la Palabra y reconoce al Espíritu Santo, por más que sea él solo quien lo haga. La Palabra de Dios permanece para siempre, como también aquel que hace Su voluntad.
Los capítulos 2 y 3 de la segunda epístola a Timoteo, indican claramente la condición de la Iglesia en los últimos días, y la senda del creyente en estos últimos días; mientras que la primera epístola nos presenta los detalles exteriores de la Iglesia cuando fue originalmente dispuesta por el cuidado apostólico.

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