Entonces dijo Dios: hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza… (Génesis 1:26).
Dios creó al ser humano a su imagen y semejanza.
De esta realidad se entiende que el Señor le dio al hombre un lugar especial, predominante, entre todo lo creado.
El hombre es el único ser con el que Dios tiene una relación profunda. Sólo el ser humano le puede adorar. Es decir, es el único que puede reconocer su magnificencia, arrodillarse, postrarse, reverenciar y rendir homenaje al Señor.
Después de la caída, fruto de la desobediencia, el ser humano perdió aquella perfecta comunión con el Padre. Dejó así de adorarle y, en su lugar, buscó infructuosamente y por su cuenta otras formas de acercarse a Dios. Más nunca pudo hacerlo hasta que apareció Jesucristo el Hijo de Dios.
Es por eso que, dice la Biblia, Jesús vino a buscar verdaderos adoradores.
Mas la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren. (Juan 4:23)
La condición perfecta del hombre es en comunión con el Padre, lo que es imposible sin Cristo. Jesús le mostró a la mujer samaritana que no es con tradiciones ni con actos externos como se adora, sino con un corazón rendido completamente a Dios.
Pero, si hay verdaderos adoradores, eso significa que también los hay falsos. Un verdadero adorador se entrega por completo a Dios, se rinde incondicionalmente a Él, sin reservas. Y obedece siempre.
Y tú, ¿eres un verdadero adorador?
Todos los llamados de mi nombre; para gloria mía los he creado, los formé y los hice. (Isaías 43:7)
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