Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que aman su venida. (2 Tim. 4: 8.)
Antes de entrar en la ciudad de Dios, el Salvador confiere a sus discípulos los emblemas de la victoria, y los cubre con las insignias de su dignidad real. Las huestes resplandecientes son dispuestas en forma de un cuadrado hueco en torno de su Rey, cuya estatura sobrepasa en mucho en majestad a la de los santos y de los ángeles, y cuyo rostro irradia sobre ellos lleno de amor benigno. De un cabo a otro de la innumerable hueste de los redimidos, toda mirada está fija en él, todo ojo contempla la gloria de Aquel cuyo aspecto era tan desfigurado "más que cualquier hombre, y su forma más que los hijos de Adán". Sobre la cabeza de los vencedores, Jesús coloca con su propia diestra la corona de gloria. Cada cual recibe una corona que lleva su propio "nombre nuevo", y la inscripción: "Santidad a Jehová". A todos se les pone en la mano la palma de la victoria y el arpa brillante. Luego que los ángeles que mandan dan la nota, todas las manos tocan con maestría las cuerdas de las arpas, produciendo dulce música en ricos y melodiosos acordes. Dicha indecible estremece todos los corazones, y cada voz se eleva en alabanzas de agradecimiento: "¡Al que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre, y nos hizo reyes y sacerdotes para Dios, su Padre, a él sea gloria e imperio por los siglos de los siglos!" ¡Ah, qué gozo inenarrable el de ver al que amamos, el de ver la gloria de Aquel que nos amó tanto que se entregó por nosotros, el de contemplar cómo se extienden para bendecirnos y acogernos esas manos que fueron horadadas para lograr nuestra redención!
Los que... se entregan en las manos de Dios... verán al Rey en su hermosura. Contemplarán su incomparable encanto, y, pulsando las áureas arpas, henchirán el cielo de exquisita música y harán oír los cantos del Cordero.
Antes de entrar en la ciudad de Dios, el Salvador confiere a sus discípulos los emblemas de la victoria, y los cubre con las insignias de su dignidad real. Las huestes resplandecientes son dispuestas en forma de un cuadrado hueco en torno de su Rey, cuya estatura sobrepasa en mucho en majestad a la de los santos y de los ángeles, y cuyo rostro irradia sobre ellos lleno de amor benigno. De un cabo a otro de la innumerable hueste de los redimidos, toda mirada está fija en él, todo ojo contempla la gloria de Aquel cuyo aspecto era tan desfigurado "más que cualquier hombre, y su forma más que los hijos de Adán". Sobre la cabeza de los vencedores, Jesús coloca con su propia diestra la corona de gloria. Cada cual recibe una corona que lleva su propio "nombre nuevo", y la inscripción: "Santidad a Jehová". A todos se les pone en la mano la palma de la victoria y el arpa brillante. Luego que los ángeles que mandan dan la nota, todas las manos tocan con maestría las cuerdas de las arpas, produciendo dulce música en ricos y melodiosos acordes. Dicha indecible estremece todos los corazones, y cada voz se eleva en alabanzas de agradecimiento: "¡Al que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre, y nos hizo reyes y sacerdotes para Dios, su Padre, a él sea gloria e imperio por los siglos de los siglos!" ¡Ah, qué gozo inenarrable el de ver al que amamos, el de ver la gloria de Aquel que nos amó tanto que se entregó por nosotros, el de contemplar cómo se extienden para bendecirnos y acogernos esas manos que fueron horadadas para lograr nuestra redención!
Los que... se entregan en las manos de Dios... verán al Rey en su hermosura. Contemplarán su incomparable encanto, y, pulsando las áureas arpas, henchirán el cielo de exquisita música y harán oír los cantos del Cordero.
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