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la Sevilla es la Palabra de Dios

Reconozco que la Palabra puede ser predicada o escrita con unción, pero sólo llegará al corazón, primeramente, si es la voluntad de Dios, y segundo, si el terreno que la recibe es fértil. Hay muchos terrenos, según Jesús nos enseñó, en la parábola del sembrador (Mateo 13:3-9). La semilla cayó en diferentes lugares, pero solamente en un lugar dio fruto al treinta, al sesenta, y al ciento por uno. Ojalá que nuestros corazones sean fértiles para recibir la Palabra. Ruego al Señor que pueda encender tu corazón y que la llama
viva de la unción de la Palabra, como un volcán en erupción, estalle en el interior de tu naturaleza nueva, porque el Espíritu de Dios es fuego santo, y él vive en nosotros.

somos un espíritu con el Señor. Hemos sido concebidos por Dios antes de la fundación del mundo. Fuimos salvados por Cristo en la historia, pero engendrados por el Espíritu el día que vino a obrar la salvación en nuestra vida. Es decir, Dios no reformó ni simplemente transformó nuestra vida, sino que creó en nosotros un hombre interior, lo que la Biblia llama una nueva creación (2 Corintios 5:17). Fuimos dotados de una nueva naturaleza, pura y santa, como dice el apóstol Pedro: «... siendo renacidos, no de simiente corruptible, sino de incorruptible, por la palabra de Dios que vive y permanece para siempre» (1 Pedro 1:23).
La Palabra de Dios dice que nuestro hombre interior es según Dios, y de acuerdo a él. Como Dios es Santo, Justo y Verdadero, esa naturaleza posee esas virtudes (Efesios 4:23-24).

La tendencia del hombre carnal es al pecado, pues su mente va de continuo al mal. Mientras que la inclinación que lleva la naturaleza nueva es hacia Dios, y por lo tanto hacia el bien. Asimismo, esta simiente santa que la Biblia llama el fruto del Espíritu (Gálatas 5:22-23). Por tanto, este hombre nuevo tiene: amor: «... Dios es amor» (1 Juan 4:8); gozo: «... porque el gozo de Jehová es vuestra fuerza» (Nehemías 8:10); paz: Dios es el dador de la paz, Jehová-salom (Jueces 6:23-24), y Cristo es el «Príncipe de Paz» (Isaías 9:6); paciencia: el Señor es el «Dios de la paciencia y de la consolación» (Romanos 15:5); benignidad: «... su benignidad te guía al arrepentimiento…» (Romanos 2:4); bondad: él es poseedor de «inmensa bondad», porque «bueno es Jehová para con todos...» (Salmos 145:7,9); fe: por fe somos salvos y justificados (Efesios 2:8; Romanos 5:1); mansedumbre, humildad y templanza, pues Jesús dijo: «... aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas...» (Mateo 11:29).

Con estas características, es notable que el nuevo hombre fue creado para buenas obras y, por tanto, capacitado para hacerlas (Efesios 2:10). Parte de esas «buenas obras» es la obediencia. Esa naturaleza fue creada para obedecer a Dios. A todos nos gustaría obedecer a Dios, pero reconocemos que no lo hacemos perfectamente. No obstante, ¿haremos ejercicios religiosos, como enseña la religión, para dar el grado? No, amado. Sabemos que crecemos en el espíritu por la gracia y a través de la comunión con Dios. Es la gracia de Dios la que nos da todo. Es esa gracia de Dios la que, como una explosión espiritual en nuestro interior, aumenta nuestro deseo de querer agradarle, obedecerle y estar sujetos a él.

Dios repartió fe a cada uno como él quiso. El apóstol Pablo dijo: «Digo, pues, por la gracia que me es dada, a cada cual que está entre vosotros, que no tenga más alto concepto de sí que el que debe tener, sino que piense de sí con cordura, conforme a la medida de fe que Dios repartió a cada uno... De manera que, teniendo diferentes dones... úsese conforme a la medida de la fe» (Romanos 12:3,6). Cada creyente recibió una porción de fe, en el hombre interior, que le permite creerle a Dios y confiar en él, por eso le crees a Dios. Entonces, no oremos a Dios diciendo: «¡Señor, dame fe!», sino: «Señor, aumenta mi fe», como los apóstoles (Lucas 17:5), pues ellos pidieron al Señor que les aumentara la fe porque sabían que ya la tenían. Esa fe es fruto del Espíritu, por eso Dios, primeramente, nos hizo nacer de nuevo y nos dio su naturaleza, para que pudiéramos creerle.

A veces los predicadores enseñamos de otra manera y le decimos a la gente: «Cree para que el Señor te haga nacer de nuevo». Eso es una gran equivocación, pues «nadie puede llamar a Jesús Señor, sino por el Espíritu Santo» (1 Corintios 12:3), ni nadie puede creer a Dios si no ha nacido de nuevo. Un feto, antes de nacer, no puede ver, ni puede creer, ni pensar, ni hablar, ni hacer nada, porque todavía no nace. Así es la persona que no ha nacido en el reino de los cielos, tampoco puede ver ni mucho menos creer en Dios. Primero se nace en Dios, para luego creerle. La fe es parte de la naturaleza espiritual del hombre nuevo. Es como el niño en la concepción o embarazo, cuando comienza el ser, desde el punto de vista biológico, en los genes (donde se encuentran las características de la herencia), ya está determinado cómo será: alto, bajo, rubio, etc. Toda esa información yace en su código genético. De la misma manera pasa en el espíritu: Dios repartió fe y equipó a cada uno, en su hombre interior, con todo lo santo, lo noble, lo puro, con la unción, el poder y todo lo que se necesita para vivir una vida que le agrade.
Todos los nacidos de nuevo tenemos el mismo Espíritu, aunque no somos iguales en el espíritu. O sea, mi hombre interior no es igual al de otro creyente, ni mi mente es la misma, porque Dios nos dio una individualidad. Cada uno de nosotros tiene una individualidad espiritual, mas a todos nos capacita, por igual, para tener una vida victoriosa en Cristo Jesús.

Estudiando la Palabra, y observando el andar de los hombres de Dios, he llegado a la conclusión de que los dones espirituales no son algo que el Señor te otorga luego, sino que ya están en ti cuando naces de nuevo. Dice en Efesios: «Pero a cada uno de nosotros fue dada la gracia conforme a la medida del don de Cristo. Por lo cual dice: Subiendo a lo alto, llevó cautiva la cautividad, y dio dones a los hombres... a fin de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo...» (Efesios 4:7-8, 12).

Estas son las obras que fueron preparadas de antemano por Dios, para que anduviésemos en ellas (Efesios 2:10). En el nuevo hombre está el código de nuestra herencia espiritual. En el ADN de nuestro hombre espiritual está registrado lo que Dios ha determinado que seamos en nuestra vida espiritual, pues «... IRREVOCABLES son los DONES y el llamamiento de Dios» (Romanos 11:29). Esta conclusión a la que he llegado no la tienes que creer, ni asumir como dogma, pero la Biblia dice que Dios repartió dones a cada uno como él quiso. ¿Cuándo los repartió? Cuando repartió la fe. ¿Cuándo repartió la fe? Cuando creímos. ¿Cuándo creímos? Cuando nacimos de nuevo. Esto no es algo que Dios determina para hacerlo después. Dios no anda con sorpresas. Antes de la fundación del mundo ya Dios había planificado todo, como dijo Pablo: «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo con TODA BENDICIÓN ESPIRITUAL en los lugares celestiales en Cristo, según nos escogió en él ANTES DE LA FUNDACIÓN DEL MUNDO, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él...» (Efesios 1:3-4). Nuestro Dios es un Dios de determinación. No vive como nosotros, improvisando, porque él es perfecto. Él trazó un plan y lo cumplió, porque es soberano y eterno. Esa es la razón por la que insiste en el consejo de la Palabra que siempre andemos en el Espíritu, para que crezcamos en todo y alcancemos la plena madurez, hasta la medida del don de Cristo.

El hombre interior siempre está presto para las cosas espirituales. Jesús dijo: «El Espíritu a la verdad está presto mas la carne es débil» (Mateo 26:41). Quiere decir que el espíritu, la naturaleza santa que está en nosotros, está siempre inclinada a la oración, a la devoción, a alabar a Dios, a servirle, a obedecerle y a creerle, pero la carne no. La naturaleza carnal no tolera las cosas espirituales. En Adán somos carne, y recibimos de él un soplo de vida, como dice en Génesis: «Entonces Jehová Dios formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente» (Génesis 2:7). Por tanto, Jesús no se refería al espíritu de Adán, separado de Dios por el pecado, porque entonces tendríamos que decir que todos los hombres están inclinados a buscar lo espiritual, lo cual contradice totalmente el evangelio. La Palabra declara: «No hay quien entienda. No hay quien busque a Dios. Todos se desviaron, a una se hicieron inútiles; no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno» (Romanos 3:11-12). El evangelio habla de la total depravación del hombre y de la incapacidad de este para hacer el bien. Por lo que entiendo que Jesús se refiere al espíritu de los que han nacido de nuevo, el cual está dispuesto a las cosas espirituales. El evangelio no se contradice, por lo que esa doctrina de que el hombre natural nace con inclinación hacia Dios está en desacuerdo con la Palabra, la cual sí establece que el pecado incapacitó al hombre para el bien (Romanos 3:12).

El hombre fue creado para adorar a Dios: Llevando su imagen (Génesis 1:27), subyugando la tierra (Génesis 1:28; 9:1-10), y obedeciendo a Dios (Génesis 2:17). Pero al pecar su dominio se convirtió en temor (Génesis 9:2), su posesión en maldición (Isaías 24:5-6) y su obediencia en rebelión (Génesis 3:6,8) desviándose el motivo de su adoración (Romanos 1:25). Así vemos a través de la historia que el hombre adora al sol, la luna, las estrellas e incluso hoy en día hay naciones que adoran como dioses a reptiles, entre otros animales, porque el hombre tiende a adorar lo sobrenatural o a inclinarse frente a lo natural. Esta actitud la Biblia la describe de la siguiente manera: «Sacan oro de la bolsa, y pesan plata con balanzas, alquilan un platero para hacer un dios de ello [es decir, ellos mismos, con sus manos, hacen el dios; se postran y adoran. Se lo echan sobre los hombros, lo llevan, y lo colocan en su „lugar; allí se está, y no se mueve de su sitio [o sea, como es natural, no se vale por sí mismo]. Le gritan, y tampoco responde, ni libra de la tribulación» (Isaías 46:6-7).Y el Señor pregunta:

„¿Quién formó un dios, o quién fundió una imagen que para nada es de provecho? He aquí que todos los suyos serán avergonzados, porque los artífices mismos SON HOMBRES. Todos ellos se juntarán, se presentarán, se asombrarán, y serán avergonzados a una.“

·      El herrero toma la tenaza, trabaja en las ascuas, le da forma con los martillos, y trabaja en ello con la fuerza de su brazo; luego tiene hambre, y le faltan las fuerzas; no bebe agua, y se desmaya. El carpintero tiende la regla, lo señala con almagre, lo labra con los cepillos, le da figura con el compás, lo hace en forma de varón, a semejanza de hombre hermoso, para tenerlo en casa. Corta cedros, y toma ciprés y encina, que crecen entre los árboles del bosque; planta pina, que se críe con la lluvia. De él se sirve luego el hombre para quemar, y toma de ellos para calentarse; enciende también el horno, y cuece panes; hace además un dios, y lo adora; fabrica un ídolo, y se arrodilla delante de él. Parte del leño quema en el fuego; con parte de él come carne, prepara un asado, y se sacia; después se calienta, y dice: ¡Oh! Me he calentado, he visto el fuego; Y hace del sobrante un dios, un ídolo suyo; se postra delante de él, lo adora, y le ruega diciendo: Líbrame, porque mi dios eres tú. No saben ni entienden; porque cerrados están
·      sus ojos para no ver, y su corazón para no entender. No discurre para consigo, no tiene sentido ni entendimiento para decir: Parte de esto quemé en el fuego, y sobre sus brasas cocí pan, asé carne, y la comí. ¿Haré del resto de él una abominación? ¿Me postraré delante de un tronco de árbol? De ceniza se alimenta; su corazón engañado le desvía, para que no libre su alma, ni diga: ¿No es pura 
·      mentira lo que tengo en mi mano derecha? (Isaías 44:10-20).

¡Están ciegos! Sus sentidos están entenebrecidos, porque el Espíritu de Dios no vive en ellos.

 El profeta Jeremías dijo: «… las costumbres de los pueblos son vanidad; porque leño del bosque cortaron, obra de manos de artífice con buril. Con plata y oro lo adornan; con clavos y martillo lo afirman para que no se mueva. Derechos están como palmera, y no hablan; son llevados, porque no pueden andar. No tengáis temor de ellos, porque ni pueden hacer mal, ni para hacer bien tienen poder» (Jeremías 10:3-5).

El hombre obra y realiza, pero ¿inclinarse a buscar a Dios? eso solamente lo da el espíritu santo cuando viene a nosotros. Ningún hombre tiene esa capacidad por sí solo. La Biblia dice: «No hay quien entienda. No hay quien busque a Dios. Todos se desviaron, a una se hicieron inútiles; no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno» (Romanos 3:11-12). Y Jesús dijo: «No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros…» (Juan 15:6), mostrando que no surge de nosotros la voluntad de seguirle. El apóstol Juan dijo: «Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero» (1 Juan 4:19). La salvación viene de Jehová y la iniciativa de salvación también. El poder para levantarnos del fango, de la inmundicia de este mundo, viene del Señor. Nadie decide acercarse a Dios, levantarse e ir en pos de él porque quiera. Esa capacidad no la posee el hombre, la da Dios. Cuando el Espíritu Santo viene, nos convence de pecado, de justicia, y de juicio (Juan 16:8), es cuando nacemos de nuevo.

Somos mendigos, sí, mendigos. Llegamos a Dios en busca de salvación, porque él produjo en nosotros el deseo y la necesidad de llegar a él. El humanismo y otras filosofías que se han introducido en la Teología quieren enseñar otra cosa. Y comienzan a hablar que el hombre tiene capacidad para venir a Dios, que el hombre decide el bien o el mal, que es el hombre quien determina ser salvo. Pero ese no es el evangelio, pues contradice totalmente la Palabra de Dios. El evangelio de Jesucristo comienza diciendo que el hombre es incapaz de buscar a Dios, de inclinarse y venir a él. El evangelio le da toda la gloria a Dios, pues fue él quien nos salvó en Jesucristo, en la historia; y luego mandó al Espíritu Santo a traernos la salvación. Y esta, nadie la acepta por sí mismo, sino que el Espíritu Santo hace una obra intrínseca en cada persona (Juan 16:8).

Si analizas bien la salvación, verás que nadie debería siquiera pensar en gloriarse, porque lo primero que hizo Dios, como dice en su Palabra: «nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él...» (Efesios 1:4). Luego, envió a Cristo para que realizara la justificación a través de su sacrificio expiatorio. Y después envió al Espíritu Santo para traerte a ti la salvación, en el presente. Alguien se preguntará: «¿Y mi voluntad no cuenta?» Y yo le contestaré con otra pregunta: ¿Obró tu voluntad antes que la de Dios? La Biblia dice: «Y él os dio vida a vosotros, cuando estabais muertos en vuestros delitos y pecados...» (Efesios 2:1). Es decir, antes de venir al Señor estábamos muertos, y ¿qué voluntad o cuál potestad puede tener un muerto? Un difunto es un pedazo de materia inerte, incapaz de decidir su propia suerte. Por ejemplo: ¿Qué voluntad pudo tener Lázaro dentro del sepulcro, si hasta hedía (Juan 11:39)? En cambio, ¿sabes quién tiene una soberana voluntad? Aquel que clamó con gran voz: «¡Lázaro, ven fuera!» (Juan 11:43). Jesús sí que tenía potestad para decidir sobre Lázaro. Él podía decidir dejarlo muerto o volverlo a la vida, mas ¿podía Lázaro decirle a Jesús: «Te prohíbo que me resucites»? Por mi parte, sé que nunca me hubiera salvado si Dios no me salva. Yo no decidí convertirme, a mí Dios me convirtió. Porque si, por ejemplo, me estoy ahogando y alguien viene y me saca, no puedo decir que me rescaté a mí mismo, sino que otro fue el que me salvó de perecer. No atribuyamos lo de Dios al hombre. ¿Sabes para qué el hombre tiene una fuerte voluntad? Para elegir entre lo malo, lo peor. El hombre carnal puede que tenga un conocimiento del bien y el mal (Génesis 3:22), pero no tiene la capacidad de realizar algo bueno. El hombre tiene una libre voluntad para elegir al diablo, porque eso no tiene ni que decidirse, pues su inclinación es buscarle a él. Pero para elegir a Dios, por su propia cuenta, es una facultad que debe ser recibida desde lo alto. Y si no tenemos esa capacidad, pues estamos muertos a las cosas espirituales, reiteramos que en lo que se refiere al nacer de nuevo y a la salvación, la iniciativa y la decisión son de Dios.


Seguros en Cristo Ministry Col. 2.10 
Guildo Jose Merino 
www.tiemporeales.blogspot.com

Zürich / Schweiz

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