El arrepentimiento es un cambio de mente y un sentimiento de tristeza por haber ofendido a Dios. Este muchacho experimentó el arrepentimiento cuando dijo: «Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como a uno de tus jornaleros» (Lucas 15:18). Convertirse es volverse a Dios. El hijo pródigo se convirtió cuando regresó a su padre (Lucas 15:20). Como vemos, el nuevo nacimiento no es algo que puede hacer el hombre dando “pasitos” o recibiendo estudios
bíblicos ni catecismo, pues es una obra poderosa del Espíritu Santo en nosotros. No menospreciamos la doctrina, ni nos oponemos a la enseñanza, lo que estamos diciendo aquí es que nacer de nuevo no es resultado de una educación religiosa. Esto no se trata de un convencimiento intelectual, sino de que somos el fruto de un engendramiento poderoso de Dios, aunque todos sabemos que el instrumento que Dios emplea para lograrlo es su Santa Palabra. Jesús dijo: «El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él» (Juan 14:23). La Iglesia debe predicar el Evangelio con convicción, y debe llamar a los hombres a un encuentro con Dios, pero teniendo claro que ella no convierte a nadie. El que convierte y da vida es el Espíritu Santo.
A la hora de llevar la Palabra de Dios a los demás, debemos pedirle a Dios su unción para que ésta toque los corazones. Dice la Biblia que «...la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón» (Hebreos 4:12). Dios usó la palabra para crear la tierra y el universo (Hebreos 11:3), y como un instrumento para sostener todas las cosas (Hebreos 1:3). También, la redención vino por la Palabra, cuando Cristo, el verbo de Dios, se hizo carne (Juan 1:1-4). Así que la Palabra es el instrumento de Dios para hacer todas las cosas, pues a través de ella obró la creación, la sustentación y la redención.
Para oír hay que tener oídos espirituales (Romanos 10:17). Hay muchos que tienen oídos y no oyen, porque no les ha amanecido. Aquellos que han creído son a quienes la luz del evangelio les resplandece. El profeta Isaías dijo: «…he aquí que tinieblas cubrirán la tierra, y oscuridad las naciones; mas sobre ti amanecerá Jehová, y sobre ti será vista su gloria» (Isaías 60:2). Para oír a Dios hay que tener oídos espirituales, y para tener esos oídos hay que nacer de nuevo. Es en el hombre interior que Dios da oídos para oír su Palabra.
Jesús dijo: «El que es de Dios, las palabras de Dios oye; por esto no las oís vosotros, porque no sois de Dios» (Juan 8:47), y también les dijo a los fariseos: «... vosotros no creéis, porque no sois de mis ovejas, como os he dicho. Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen... Porque muchos son llamados, mas pocos escogidos» (Juan 10:26-27;
Mateo 20:16). El Espíritu llama a todos, pero solamente vienen los que oyen la palabra, porque son conocidos por Dios y provienen de él.
Sólo Dios sabe a quién salva y cómo lo salva. Los teólogos tratan de explicar por qué a uno sí y a otro no, olvidando que nuestro Dios es soberano, que no depende del que quiere, sino de la misericordia de Dios (Romanos 9:16). No hay dudas de que todos los hombres somos hijos de Dios por creación natural, pero sólo viene a Dios aquel que Dios ha engendrado en el Espíritu. En el libro de Apocalipsis Juan afirma: «Uno de los ancianos me preguntó diciendo: Estos que están vestidos con vestiduras blancas, ¿quiénes son y de dónde han venido? Y yo le dije: Señor mío, tú lo sabes. Y él me dijo: Estos son los que vienen de la gran tribulación; han lavado sus vestidos y los han emblanquecido en la sangre del Cordero. Por esto están delante del trono de Dios y le rinden culto de día y de noche en su templo» (Apocalipsis 7:13-15). A estos se les dio nueva naturaleza, en la regeneración, fueron justificados por la sangre del Cordero y por esa razón alaban delante de Dios.
Debemos entender que no vamos a entrar al cielo porque seamos bautistas, católicos, pentecostales o metodistas. Énfasis y denominaciones no se conocen en el cielo. Allí sólo entrarán los que son hijos de Dios, porque esto no es un asunto de formas, ni de nombres eclesiásticos, sino de un nuevo nacimiento. Así como tú no decidiste nacer en la vida natural, así tú no determinas nacer en lo espiritual, es decisión de Dios.
Muchos dicen: «Yo me meto a la iglesia dentro de un par de años»; otros tantos afirman: «Bueno, yo sí estoy bien, porque mi mujer y mis hijos ya están convertidos, que oren por mí» o alegan: «Ya estoy en la iglesia, ahora tengo que ayunar constantemente y hacer sacrificios para nacer de nuevo». ¡No! Amado, no es así. Nacer de nuevo es una operación exclusiva de Dios. Si en verdad sientes un vivo deseo de servir a Dios, amarle y andar en santidad de vida es porque naciste de nuevo. El que nunca ha sentido hambre o necesidad del Señor es porque está muerto a la vida de Dios. Mas si aún no has nacido de nuevo, arrodíllate y di como el escritor inspirado: «¡crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, y renueva un espíritu recto dentro de mí!» (Salmos 51:10). Los sacrificios de Dios son el espíritu quebrantado; y al corazón contrito y humillado, el Señor no desprecia (Salmos 51:17).
Dice en el libro de Proverbios: «…la senda de los justos es como la luz de la aurora, que va en aumento hasta que el día es perfecto» (Proverbios 4:18). Así es el cristiano, luz en este mundo de tinieblas, pero sobre él ha resplandecido el Señor, y se verá su gloria (Isaías 60:2). Esa gloria es vista por el mundo cuando andamos en el nuevo hombre. El día que entiendas esta verdad no vas a caminar, sino que correrás y te subirás en el monte más alto y allí proclamarás lo que Dios ha hecho en tu vida.
¡Oh, grande ha sido la misericordia de Dios! ¡Qué obra tan poderosa hemos recibido de sus manos! Pablo exclamó, reconociendo la magnitud de la misericordia y el amor de Dios para con nosotros: «¡Oh la profundidad de las riquezas, y de la sabiduría y del conocimiento de Dios! ¡Cuán incomprensibles son sus juicios e inescrutables sus caminos!» (Romanos 11:33). Cuando nosotros entendemos tan grande salvación, tenemos que caer de rodillas y agradecer a Dios por su don inefable. No solamente nos dio su Espíritu, sino que nos dio su naturaleza y también mora en nosotros. Y eso es muy santo. Que el Dios que hizo los cielos y la tierra habite en los hombres es gracia imponderable y gloriosa.
La religión te enseña el evangelio como un método, por eso no tiene eficacia divina en ti. Pero si el evangelio te lo enseñaran como lo que es, vida de Dios, como una verdad espiritual, profunda, y poderosa, te quebrantaría el alma, y penetraría hasta lo más profundo de tu ser (Hebreos 4:12). Entonces te humillarías ante él, y le dirías: «Señor, gracias por darme una salvación tan grande. Ahora el deseo de mi corazón es agradarte, y vivir la plenitud de lo que me has dado. No me quiero quedar rezagado ni arrinconado, sino cumplir el propósito eterno, por el cual me llamaste a tu reino. ¡Oh, Jehová Dios mío! Que nada se pierda de todo lo que depositaste en este vaso de barro. Anhelo, con todo mi corazón, que mi vida cumpla plenamente los designios de tu voluntad, para alabanza de tu gloria». Y yo digo que así sea.
„ Gracia y paz a ti, de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo.“
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Guildo Jose Merino
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