La salvación es la intervención del Señor en nuestra vida, mediante la cual nos traslada de las tinieblas al reino de la luz (Hechos 26:18). Esta acción sólo puede ser efectuada por Dios, pues sólo a él le pertenece (Apocalipsis 7:10). La misma no está supeditada a voluntad ni decisión humanas . Desde antes de la fundación del mundo, el Señor había determinado hacernos sus hijos a través de la fe en Jesucristo (Gálatas 3:26).
Por tanto, las primeras señales que se manifiestan en la vida nueva son: la fe (Efesios 2:8), el arrepentimiento (Marcos 1:15), y la conversión (Hechos 3:19). La santificación por el Espíritu y la fe en la verdad sólo pueden realizarse en un individuo cuando ha nacido de nuevo (2 Tesalonicenses 2:13). Aquellos que están fuera de la voluntad de Dios no oyen ni entienden la Palabra dada para salvación (Mateo 13:13). Por tanto, jamás podrán creer, arrepentirse ni convertirse.
Las primeras señales de vida en un niño que nace, en lo natural, son: respirar, llorar, comer y dormir. En la vida espiritual estas señales vitales son: creer, arrepentirse y convertirse. En mis treinta años como creyente, y más de veintidós como ministro, me he percatado de que una gran cantidad de cristianos confunden el nacer de nuevo, el arrepentimiento y la conversión. Muchos no distinguen la diferencia entre estas tres experiencias; otros confunden el orden en que ocurren y hay quienes consideran las tres una misma cosa. Sin embargo, no tener claridad acerca de esto oscurece el entendimiento y produce confusión, impidiendo comprender plenamente el evangelio y la obra de Dios en el hombre.“
El arrepentimiento y la conversión son consecuencias del nuevo nacimiento. Así como un niño no puede correr ni saltar hasta que no nace, así el arrepentimiento y la conversión no pueden efectuarse en la vida de un creyente si éste antes no ha nacido de nuevo. Para ambas cosas el hombre necesita un nuevo espíritu y un nuevo corazón con la naturaleza de Dios. Sin el hombre interior, somos muertos a la vida espiritual, y dice la Biblia que Dios es un Dios de vivos, no de muertos (Lucas 20:38).
Con esa verdad es que Jesús confronta a uno de sus discípulos que le presentó la excusa de que le seguiría, pero primero tenía que enterrar a su padre (Mateo 8:21). Jesús le dijo: «Deja que los muertos [aquellos que no han nacido de Dios] entierren a sus muertos; y tú [nacido de nuevo] ve, y anuncia el reino de Dios» (Lucas 9:60). Para nuestro limitado entendimiento esto nos resulta un tanto fuerte, ya que honrar a padre y a madre es uno de los mandamientos de Dios que tiene promesa (Éxodo 20:12). Mas lo que el Maestro nos quiso enseñar en este contexto es que Dios está primero que todo, y que nadie que no tenga una relación con Dios está vivo. Por tanto, un muerto no puede reconocer que está en tinieblas e ir en pos de la luz, si primero no es resucitado.
Como aquellos, por muchos años viví confundido hasta que Dios me iluminó un día y me hizo entender que la primera obra que él opera en nosotros es el nuevo nacimiento. Nadie puede arrepentirse si todavía no ha nacido. Nadie puede convertirse o volverse a Dios, si todavía no llega a la existencia espiritual. Es como decir que un niño va a ir a la escuela y aún no ha nacido. Por tanto, es importante entender que: Primero, nacemos de nuevo, resucitamos a la vida espiritual. Segundo, nos arrepentimos, cambiamos de pensamiento. Y tercero, nos convertimos, nos volvemos a Dios.
Por nuestra forma de hacer las cosas, damos la impresión que venir a Dios depende del hombre. Por ejemplo, en la predicación, por lo general, exhortamos al incrédulo a tomar una acción en pos de Dios y le decimos: «¡Arrepiéntete! ¡Decide por Jesús! ¡Ven a Dios!» Como si alguien pudiera arrepentirse por sí mismo y venir a Dios cuando quiere. ¡Craso error! Jesús dijo a los apóstoles: «No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros» (Juan 15:16). Asimismo, nadie puede llamar a Jesús Señor, sino por el Espíritu Santo (1 Corintios 12:3). Nadie puede ver el reino de Dios si este no obra en él una nueva creación y lo resucita a la vida del Espíritu. Es necesario llamar a los hombres a un encuentro con el Señor, pero siempre entendiendo que Dios es el que obra la nueva creación.
La Palabra dice que este asunto no depende del que quiere ni del que corre, sino de Dios que tiene misericordia (Romanos 9:16). Si Dios tiene misericordia de ti, te llama; y para que tú puedas ver el reino de Dios, él tiene que poner un nuevo ser, una nueva creación en ti. Ahora a través de los ojos de ese hombre interior, por el Espíritu, puedes ver el reino de Dios. Entonces sí puedes creerle a Dios, reconocer tu condición pecaminosa y arrepentirte. Así das la vuelta, reniegas de lo que hasta el momento era tu manera de vivir, tu modus vivendi, y te conviertes.
Es una aberración la práctica de establecer «pasitos» para llegar a Dios y enseñarlos, ante la operación portentosa de ser engendrado por Dios en el Espíritu. Cristo nació por un milagro divino y todo el que viene a la vida de Dios también lo hace por una obra sobrenatural del Espíritu. Sólo el que nace en la vida espiritual puede creer en Jesucristo, y venir a Dios, porque proviene del Padre (Juan 6:45). Entonces ¿de dónde proviene la fe de ese hombre que ahora está arrepentido? Viene como un fruto del Espíritu (Gálatas 5:22). Y ese nuevo ser que mora en él, tiene la capacidad de creerle a Dios según la medida de fe que el Señor le impartió (Romanos 12:3; 1 Juan 5:1). El escritor inspirado dice que : «... sin fe es imposible agradar a Dios, porque es necesario que el que se acerca a Dios CREA que él existe y que es galardonador de los que le buscan» (Hebreos 11:6). La capacidad para creer en Jesucristo no es automática, ni algo mental, es una convicción profunda del espíritu.
Hay personas que no salen de la iglesia, pero sus corazones están lejos de Dios, y dicen: «Pero ¿de qué tengo yo que arrepentirme? No tengo ningún vicio ni le he hecho mal a nadie, entonces ¿de qué hablan éstos?» Y así se justifican a sí mismos. Mas quizás otro día o esa misma noche,
estas mismas personas escuchan la predicación poderosa de la Palabra de Dios, y no pueden contener el llanto y dicen: «¡Señor, yo soy pecador, ten misericordia de mí! ¡Qué ciego he estado !» Y me pregunto: ¿Qué pasó? ¿Por qué este cambio tan abrupto? ¿Por qué antes pensaban de una manera y ahora de otra, totalmente contraria? La respuesta es que nacieron de nuevo; fueron creados, engendrados en el espíritu y resucitados a la vida de Dios. Y si lloran sus pecados es porque ahora tienen la capacidad para reconocer que las vidas que vivían ofendía al Señor. A través de este arrepentimiento, inmediatamente perciben cuánto Dios les ama y cuánto ellos necesitan de él.
La Biblia dice: «Por tanto, arrepentíos y convertíos para que sean borrados vuestros pecados» (Hechos 3:19). Cuando la verdad se manifiesta en tu mente te hace consciente de una situación (arrepentimiento), y esa concientización te lleva a una acción (conversión). La palabra convertirse es volver a Dios. Por ejemplo: Si vas en tu auto por un camino equivocado, directo a un abismo, y al momento de precipitarte en él, logras percatarte del peligro, seguro tu decisión será volver atrás y tomar la vía correcta. En el aspecto espiritual, el camino equivocado es el de pecado y perdición, y el abismo es la muerte eterna. Justo en el momento de colapsar en el camino, el Espíritu Santo te hace nacer de nuevo, volver en sí, y te muestra que vas por un camino errado. Al reconocer tu extravío, entonces él te da la convicción y la fuerza para decir no al mundo, no al pecado, darle la espalda al diablo, y seguir a Cristo.
Esa capacidad que tiene uno para reconocer que está extraviado y que debe regresar, no viene de la mente, aunque se efectúa en la misma, sino del Espíritu de Dios que entró a morar en esa persona. El Señor ha hecho nuevas todas las cosas, y también hemos recibido la mente de Cristo (1 Corintios 2:16). Quizá podemos encontrar personas que han logrado, por la razón, cambiar su conducta, pero no es un cambio genuino, porque no proviene de Dios. La mente carnal es una mente reprobada, la espiritual es la mente de Cristo, y por eso obra en nosotros frutos dignos de arrepentimiento (Mateo 3:8).
El arrepentimiento es resultado del nuevo nacimiento. Nadie tiene capacidad para venir a Dios por sí solo, esta gracia procede del Espíritu Santo. Este milagro hermosísimo lo podemos ver en la parábola del hijo pródigo que se registra en Lucas 15, la cual es una perfecta ilustración de la vida nuestra. Observemos la analogía:
El hijo pródigo se fue de la casa; nosotros también éramos hijos (en Adán) y nos separamos de Dios, por el pecado. Este hijo se fue a una provincia apartada y malgastó los bienes del padre «viviendo perdidamente» (Lucas 15:13); por nuestra parte, nosotros nos fuimos al mundo, y malgastamos todas las facultades que Dios nos dio (Romanos 6:13). En el mundo, presentamos nuestros miembros al pecado, como instrumentos de injusticia; y fuimos esclavos de la impureza y de la iniquidad (Romanos 6:19). El muchacho desperdició sus bienes, y nosotros nos sumimos en las pasiones de nuestra carne, satisfaciendo sus deseos, siguiendo los designios de nuestra mente carnal y reprobada (Romanos 1:28).
Cuando este hijo (relata Jesús) gastó todo, vino una gran hambre en aquel país y comenzó a pasar necesidad. Entonces fue y se acercó a uno de los ciudadanos de aquel sitio, quien lo mandó a sus campos a apacentar cerdos. Y llegó a un estado tan deplorable, por el hambre y la necesidad que nadie satisfacía, que llegó a desear las algarrobas que comían los cerdos (Lucas 15:14-16). Igualmente nosotros, en medio de tanto desenfreno y hastiados de tanta frivolidad, salimos a buscar ayuda y nadie nos la da, pues realmente en los consejos humanos no opera la justicia de Dios. El hombre sólo puede dar lo que tiene. Únicamente Dios «... levanta del polvo al pobre, y al menesteroso alza del muladar...» (Salmos 113:7).
Pero la Biblia dice que un día el joven volvió en sí (Lucas 15:17) -lo que significa nacer de nuevo, ser resucitado a la vida de Dios-, y entonces pudo ver su condición, lo lejos que estaba del padre y cuánto necesitaba de él. Reconoció que sólo en su padre podía encontrar misericordia para salir de una situación tan terrible, y eso le dio la fuerza para regresar. ¿Por qué antes no había vuelto, no obstante estar padeciendo las vicisitudes, bajezas, afrentas e impunidad, hasta llegar a lo más bajo? Porque antes no entendía ni se acordaba que tenía un padre donde podía encontrar el oportuno socorro (Hebreos 4:16).
¿Debió esperar el Señor que nos encontráramos en el cieno para salvarnos? La respuesta es que sí, porque ninguno de nosotros viene a Dios porque lo ame, todos nos acercamos al Señor por dos razones, las mismas que movieron al hijo pródigo a regresar: la primera, porque necesitaba a Dios; el Señor produce en nosotros necesidad para que lleguemos a él; y la segunda, por la confianza que tenía en el amor del padre, pues sabía que no lo iba a rechazar.
Entonces, sigue narrando el Señor: «volviendo en sí, dijo: ¡Cuántos de los trabajadores de mi padre tienen pan de sobra, pero yo aquí perezco de hambre!» (Lucas 15:17, LBA). A lo que antes estaba ciego, inhabilitado (como nosotros en un tiempo), ahora lo veía con claridad, podía ver la diferencia. Entonces pudo percibir cuánto perdón hay en la casa de Dios, y decir: «Cuánta abundancia de amor, de aceptación hay en la casa de mi Padre; cuántos están allá disfrutando de los ricos dones de la vida de su reino, alabando a mi Señor, y yo aquí en una pocilga que es este mundo... El lodo no es mi lugar, yo soy un hijo de Dios, un heredero del reino por el sacrificio de Jesús ¿qué hago aquí ensuciándome si mi reino no es de este mundo?» Antes estaba muerto, y ahora resucitado, vuelto en sí, podía ver, percibir y echar mano de la promesa. este muchacho fue dotado de una nueva naturaleza.
Más adelante en la narración, el padre describe perfectamente lo que experimentó su hijo cuando dijo: «... este mi hijo muerto era, y ha revivido; se había perdido, y es hallado» (Lucas 15:24). Este hecho comenzó a ocurrir en la lacónica expresión: «volviendo en sí» (Lucas 15:17). En ese instante, ese muchacho despertó, se le abrió el entendimiento, por eso nos describe tan claro el nuevo nacimiento, porque es lo que le ocurre a alguien cuando resucita a la vida de Dios. Ahora puede ver y entrar en el reino. El nuevo nacimiento le proveyó los ojos espirituales para poder ver su condición de pobreza espiritual y la abundancia de dones que había en el Padre.
Gracia y paz a ti, de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo.
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Guildo Jose Merino
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