"Yo soy el Alfa y la Omega, principio y fin" dice el Señor, el que es y que era y que ha de venir, el Todopoderoso. Apocalipsis 1:8.
La joven sólo tenía 14 años y deseaba ser bautizada en el bautismo de primavera. Su madre era una luchadora de Cristo, pues sufría casi diariamente las "persecuciones" de un marido que no quería saber nada de Jesús; pero a pesar de eso había criado a los hijos en el temor del Señor. El lunes, entre lágrimas, la jovencita le dijo al pastor que no podría ser bautizada porque el padre se oponía. El padre había extendido el dedo amenazador y le había dicho: "La última palabra es la mía". Estaba equivocado. La última palabra nunca es la del hombre. El martes sufrió un accidente de tránsito y el jueves estaba enterrado. La última palabra no fue la suya, fue la de Dios.
El hombre no tiene nada que decir con relación al lugar o al tiempo de su nacimiento. Dios lo determina sin pedir la opinión humana. Un día el bebé nace y ahí comienza todo. A partir de ese momento empieza la libertad humana para aceptar o rechazar los caminos de Dios. El hombre crece y se hace dueño de sí mismo: puede olvidar que la vida le fue prestada por Dios, puede vivir como le parezca mejor; pero un día siempre acaba todo. Y ahí, también, Dios se reserva el derecho de poner fin a lo que inició. Lo quiera o no lo quiera el hombre, lo acepte o no lo acepte. La ciencia puede hacer de todo, menos comenzar la vida o prolongarla. Sólo Dios puede hacer eso.
"Yo soy el Alfa y la Omega", dice Jesús. Esto vale para la vida física tanto como para la vida espiritual. El nuevo nacimiento también es un milagro realizado por el poder divino. La iniciativa de salvación es de él. El hombre sólo tiene que responder. Nadie se salva porque quiere ser salvo. Por nosotros mismos sólo desearemos andar en nuestros caminos. Es él quien genera en nosotros tanto el querer como el efectuarlo por su buena voluntad. En él nacemos, en él crecemos y en él morimos. Separados de él nada somos y nada podemos hacer.
Si en algún momento de la vida nos sentimos tentados a apoderarnos de la vida de Dios y a administrarla conforme a nuestra voluntad, conviene recordar que los brazos de Jesús están siempre suplicando y esperando el retorno del hombre.
Cuán triste es ver a miles de personas viviendo como si la vida no fuera a terminar jamás. Son como la dracma perdida. Están extraviados, pero no saben que están en esa condición. Viven indiferentes a su realidad espiritual e insensibles también al amor redentor que los está buscando.
Tú tienes una misión para hoy: decirle a esas personas que Dios las ama y las está esperando.
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